Los homicidios en Rosario multiplicaron por cinco la media de Argentina. La violencia en espiral se explicó en las disputas de las bandas de microtráfico. Las que siguen son historias de resistencia ante la asfixia de las balas en los barrios más afectados. Fabio Jerez, el rapero del pueblo originario qom que se reinventó tras el crimen de su primo de 12 años y del estallido de furia de Los Pumitas, y Carolina Gauna, la alquimista del Programa Espuma que transforma desechos hostiles en inspiración.
1. El rapero de Los Pumitas
Fabio Jerez no se olvida. Abre los ojos grandes y mira de frente. Fabio, o Suicho como le puso su abuelo, tiene la capacidad de crecer cuando habla. Parece chiquito hasta que de pronto se despliega sobre sí mismo, se expande y se hace fuerte. Es un joven de 33 años nacido en Chaco, provincia del norte argentino, que migró a la ciudad de Rosario con su familia en la década de 1990. Hoy es padre de dos adolescentes y dice que no se olvida, que se acuerda del señor que le dijo “piel roja”. No entendió por qué pero sintió su odio. Se miró, los brazos marrones, las palmas rosadas de las manos. No entendió porque era muy chico: ¿cómo “piel roja”?
Todavía no le habían pegado un gomerazo en el cuerpo solo por ser lo que es; por ser “toba”, “negro”, “indio”. No le habían gritado “bolita” o “volvé a Perú” mientras jugaba al fútbol con su club Sparta, de cuatro, pegado al alambrado en la cancha de Banco Nación.
No había vivido las extrañas peleas entre criollos y tobas/qom en el barrio Los Pumitas. Los transas no habían acribillado a tiros a su primo Máximo, de solo 12 años, un daño colateral en las disputas por el control del negocio de las drogas en los barrios marginales. Esa trama convirtió a la ciudad en la más violenta del país, con tasas de homicidio que multiplicaron por cinco la media nacional.
Nada de eso había pasado cuando Fabio, el niño inocente que era hace unos 25 años, se chocó con ese hombre blanco, vestido con jean y pullover, y lo lastimó de una forma que no conocía. Suicho vio un pajarito herido, moribundo, sobre las escaleras del hospital de Niños del Parque Alem, lejos pero no tanto de su casa. Se acercó al pichón, miró qué le pasaba, lo levantó. Cuando lo tuvo en sus manos, cuando esas plumas lo rozaron, pura candidez, el hombre soltó su daga.
–Cuando no, un piel roja matando pajaritos.
El crimen
La canchita de fútbol era una escapatoria esa noche del sábado 4 de marzo de 2023. Dentro de las casas persistía el eco de los 40 grados de la tarde (37,4 según el termómetro oficial que no está debajo de los techos de chapa de Los Pumitas). Las familias se fugaron hacia el afuera. Los hombres armaron un picadito. Alrededor, en los pasillos, corrían las bebidas varias y el tereré. Rosario parecía el epicentro de una ola de calor especial: la más larga, densa y pegajosa de los últimos años.
Julio Jerez ocupó su puesto en el arco que da hacia el pasaje San José. Su hijo Máximo se fue a comer con los primos a la casa de su tía, a una cuadra de ahí, cruzando calle Cabal. Ana María preparó su especialidad para festejar el cumpleaños de un familiar llegado desde Chaco: pizza casera.
Fabio se tiró a dormir en su casa pero se despertó con hambre a la medianoche. Se acordó de la invitación de la tía y salió en bicicleta. Se sumó a la celebración.
A ocho cuadras, ajenos a todos ellos, cuatro jóvenes se subieron a un Honda Civic negro. Se juntaron por Campbell y Juan B. Justo, su territorio bajo control para el narcomenudeo. Unas horas antes, se habían visto con su líder. Alex “Araña” Ibánez invirtió su salida transitoria de la cárcel de Piñero en una visita a la casa de su abuelo y a la gente de la cuadra. Esa zona es vecina a Los Pumitas y ambos lugares forman parte de Empalme Graneros, uno de los barrios más populosos de la zona noroeste. En el mapa virtual del microtráfico, Araña Ibañez, de Campbell y Cristian “Salteño” Villazón, en Los Pumitas, se disputaban los límites de un mercado con una lógica similar. Tan parecidos, tan enemigos.
El grupo en el auto tomó por Juan B. Justo de oeste a este, dobló en Cabal hacia el norte y dio unas vueltas. No era la primera vez que esos jóvenes de 20 y pico de años sentían el poder de emboscar a los otros, esa ansiedad en el cuerpo por gatillar. Los vecinos que advirtieron el movimiento se metieron dentro de sus casas. El Honda se movía como un tiburón en la noche. No había nadie en lo del Salteño sobre Cabal al 1300 bis pero vieron a un “soldadito” en la calle. El pibe se dio cuenta, corrió, dobló por el pasaje San José y saltó un portón. Se salvó pero su estela obró como una trampa.
Máximo y tres de sus primos salieron de la casa de su tía a comprar jugo para tereré y gaseosas. Estaban justo frente al kiosco sobre San José, que mira hacia la esquina de Cabal, a 100 metros de la canchita. La poca luz en la calle, la luna casi llena, apenas dibujaron unas sombras en la vereda. A la distancia, los gatilleros no vieron la diferencia, no la quisieron ver, no les importó. Ya en la madrugada del domingo 5 de marzo, atacaron. El ruido como metralla. Los gritos, la sangre, las vainas calibre 40, las corridas, la huída del auto.
Fabio salió al pasillo y vio a Alexis Acosta, de 13 años, pálido. Le dijo que se levantara la remera. Arriba del ombligo, el balazo y la sangre naciente.
–Tirate al piso y apretate fuerte ahí.
Fabio actuó como si supiera lo que hay que hacer. Apeló al temple de Alexis, que perdió a su madre en un accidente y creció sin padre, como él.
–Dale que vos sos fuerte, aguantá, eh, dale.
El chico obedeció. Desdobló su existencia en solo dos acciones: respirar y contener la herida.
Máximo Jerez estaba tendido en el piso. Nahiara Núñez, de 2 años, tenía un balazo en el brazo derecho y a Salomón López, de 13, le pegaron en la boca pero estaba de pie. Corrió sobre el pasaje San José, cruzó Cabal y les avisó a los de la canchita.
–¡El Máximo, el Máximo!
Julio, el papá de Maxi, no había reaccionado con los balazos pero escuchó unos gritos. Giró y se alejó de la canchita. Pasó por donde está el techo de reuniones de la comunidad qom Qadhuoqté. Caminó hacia San José. Vio a Salomón que se tomaba la cara y parecía sostener su propia mandíbula. Alguien más gritó.
–Maxi, le dieron a Maxi.
Cuando llegaron a la esquina, los otros ya no estaban. Un vecino, rapidísimo, vio la escena, cargó a Máximo y a Nahiara en su auto y salió hacia el hospital de Niños. Fabio tampoco alcanzó a ver a su primo pero ayudó a los otros hasta que los llevaron en un segundo auto. Se fueron pero él se quedó en el barrio. No volvió a su casa. Perdió la noción del tiempo, quedó en shock.
Cuando los Jerez entraron al hospital, les avisaron: el primo de Fabio, el cuarto de los cinco hijos de Julio y Andrea, el jugador de fútbol de Los Pumas, el alumno de séptimo grado de la escuela bilingüe llamada Taigoyé por el último gran cacique del pueblo qom en Chaco, murió de un disparo que le perforó el corazón.
La música como salida
Fabio no terminó la escuela primaria, llegó hasta cuarto grado y tuvo que ayudar a su familia: ir a pedir al centro o cartonear. De adolescente empezó un taller de folclore en el Centro Comunitario Qadhuoqté. El profesor Facundo Salazar, santiagueño, enseñaba a tocar la guitarra, el piano y a cantar. Armaron una banda con su prima Belén y unos amigos. Tocaron en el barrio y hasta en la Fiesta de las Colectividades.
Fabio dice que siempre se animó a los escenarios de puro “corajudo” pero a Belén le daba pánico escénico. Entonces, ponían las sillas enfrentadas, de costado al público, y se miraban a los ojos para que ella pudiera cantar. Belén fue mamá y la banda se desarmó.

Suicho siguió con su búsqueda. Descubrió a Juan Salvador Gaviota y le gustó. Con la lectura, llegaron las palabras. Empezó a escribir en otro taller, uno de comunicación que daban en La Garganta Poderosa, una organización social con una sede al lado de la casa de su tía. “La comunicación villera es visibilizar las cosas que vivimos, lo difícil que es tener un futuro siendo pobre por la falta de oportunidades”, definió en una redacción de 2019.
La prosa mutó a rima y el folclore a hip hop. En ese camino se topó con Nach, un rapero español de letras poderosas y contestatarias. Los amigos lo ponían de fondo mientras se juntaban y hacían la suya, pero él se perdía en sus letras. Se animó. Empezó a soltar lo que veía en los pasillos y lo que sentía, a usar sus miedos y sus pasiones. Le sumó identidad en qom, su lengua materna. Esas herramientas acumuladas se fundieron en un estilo. Escribir y cantar son parte vital de su vida. Es, cuando puede, Suich.MC, el rapero de Los Pumitas.

El estallido
Horas después del crimen de Máximo, cuando los Jerez volvieron del hospital, algunos soldaditos que estaban en un aguantadero del pasaje San José, frente a la canchita, los miraron y se rieron. Los amenazaron para que se callaran y no hablaran de lo ocurrido. Demandaron silencio. Esa era su guerra y no debía trascender más allá de las fronteras del barrio.
El temor se instaló como una capa superpuesta al luto y el trauma. Eso generó un entramado raro entre los familiares y vecinos de Maxi. El lunes a la mañana, todo eso se mezcló y se potenció en el velorio del quincho del club Los Pumas. A los medios locales que cubrieron el momento se sumaron los de Buenos Aires que tienen alcance nacional. Estaban en Rosario por una noticia que recorrió el mundo. Habían baleado un supermercado ligado a la familia de Lionel Messi y dejado una amenaza para el jugador más famoso nacido en la ciudad.
Rosario ya estaba hundida en la violencia asociada al narcotráfico. El espiral de balaceras obligó a crear una Fiscalía especializada solo en ese tipo de hechos, única en el país. La tasa de homicidios en 2022 llegó a los 22 cada cien mil habitantes, cuando la de Argentina era de 4, y se mantuvo alta en 2023. Es un indicador más cercano al promedio de países como Colombia, Venezuela o México que a los del cono sur de América.
Aunque muy lejos de las ciudades más violentas, como Colima, Tijuana o Ciudad Juárez, en México, o la Medellín de Pablo Escobar Gaviria en los 90, la realidad rosarina llegó a una gravedad extrema comparada con su propia historia y el país.
El combo narco más el nombre de Messi fue demasiado atractivo y los móviles nacionales se instalaron en la ciudad. El crimen de Máximo Jerez ocurrió en ese contexto. Por eso, el dolor de la comunidad qom resonó distinto a los otros 2.214 asesinados en una década en el departamento Rosario.
Antonia, tía de Maxi y mamá de Fabio, avisó lo que se amasaba. Reclamó ante los micrófonos seguridad y presencia estatal. Denunció una indiferencia profunda de las autoridades con Los Pumitas y pidió: “Que se pongan las pilas y vengan a ver cómo vivimos”.
Velorio y estallido
La familia identificó a los transas como los responsables de la balacera fatal. Con los chicos no, marcaron como límite. La bronca, cuando se cruzaron con la banda del Salteño, se proyectó en los televisores del país.
Primero fueron insultos. Después, volaron piedrazos y desde el techo de la casa de Cabal al 1300 bis señalada como bunker, como le dicen acá a los puestos de venta de drogas, devolvieron botellazos y mostraron armas. Más que llevarlos detenidos, la Policía rescató a los ocupantes de esa vivienda. A mazazos y con palos, los vecinos iniciaron la demolición. El microestallido se expandió. Se estiró a un segundo punto sobre San José, un aguantadero reducido a escombros frente a la canchita. Siguió una cuadra más allá: cruzando Cabal y pasando el kiosco donde cayó Maxi. En ese comercio y vivienda, quedó atrapada la dueña porque su hijo vendía para la banda del Salteño y ella misma lo había denunciado pero ni la Policía ni nadie la ayudó y entonces se sintió en el medio de todo: no sabía si la podían atacar los de la banda o la pueblada. A metros de ahí, prendieron fuego otra casa ligada al Salteño. Cinco lugares fueron atacados. El humo, el saqueo, la demolición y hasta la represión policial fueron transmitidos en vivo.
A Julio, el papá del chico asesinado, le había bajado la presión durante el velorio y se fue a su casa a reponerse. Cuando escuchó el crepitar de su barrio, se metió. Un policía se bajó de un patrullero y le tiró con la escopeta. El día que despidió a su hijo, siete perdigones de goma regaron su cuerpo.
Fabio trató de contener a los suyos pero la ira ya estaba desatada. Nada tenía sentido en ese momento. Pensó que “la violencia solo genera más violencia” y se fue a su casa derrotado. Se encerró. Estuvo así meses, secuestrado por una pregunta: “¿Cómo no pudimos prevenir esto?”.
El primer rap y el que falta
La primera vez que rapeó en público fue en la canchita. Un tema dedicado al padre. Al padre que no tuvo. Carlos Gómez nunca se hizo cargo. Se quedó en Sáenz Peña, Chaco. Hace tres años, en mayo, después de pensarlo mucho, Fabio fue a buscarlo. Lo conoció pero no encontró lo que buscaba. No volvió a verlo.
Hizo nuevas canciones. Fue a las juntadas que se hacen en plazas. Se sumó a las batallas de freestyle, aunque prefiere escribir en su intimidad que competir en los duelos improvisados. De a poco, lo empezaron a invitar a shows en bares y espacios públicos. Tocó con Farolitos, una banda que siempre lo tiene presente, con Ayelén Beker, en la Feria del Libro, en el cumpleaños de León Gieco que se hizo en la sala Lavardén con músicos de la región. Un día vio el Anfiteatro lleno de gente y pensó que sería un sueño cantar ahí. Lo cumplió a fines de 2022. Muestra la foto con orgullo: “Yo soy el de blanco”.

En marzo de 2023, cayó en un pozo que le costó mucho superar. Escribió una letra a su primo pero no la convirtió en canción. Primero porque no pudo. Ahora, cree que le falta poesía, algunas metáforas que la hagan más sútil.
Dicen que solo muere quien olvida,
y te voy a recordar toda mi vida,
tu partida ha dejado una gran herida,
que se desangra día a día.
En el potrero la bocha ya no gira.
Anuncio presidencial y nada de urbanización
El martes 7 de marzo de 2023, 48 horas después del crimen de Máximo Jerez y al otro día de la pueblada, el presidente Alberto Fernández anunció el envío de fuerzas federales a la ciudad para “ponerle fin a la violencia criminal de sicarios mercaderes de la muerte”.
“Rosario nos necesita”, dijo como reacción a “los hechos y las imágenes de los últimos días”. Entre sus anuncios, sumó un ingrediente delicado al incluir a las Fuerzas Armadas en un tema ligado a la seguridad interior, algo prohibido por ley, aunque con una variante: “He decidido que el Ejército Argentino, a través de su compañía de Ingenieros, participe en la urbanización de barrios populares”.
En las familias del barrio, ese día circuló otro video con más potencia. Un joven con una máscara blanca que manipulaba una pistola y su cargador recostado sobre una cama: “Manga de giles van a tener que devolver las cosas que sacaron de adentro de la casa porque sino le vamos a dejar un muerto todos los días”. Su mensaje hizo efecto.
El miércoles 7, sobre la vereda del pasaje San José, al lado de la casa que saquearon y prendieron fuego, aparecieron como una ofrenda sillones, tirantes, colchón, heladera, muebles y hasta un inodoro semiquemado. Parte del botín colectivo fue devuelto frente a la casa de Sara Campos, una hermana de Claudia, la esposa y madre de los Villazón. Los “malos” del barrio. Pero Sara es, además, la hermana de una de las víctimas del estallido social del 19 y 20 de diciembre de 2001, la crisis más grave de Argentina en el siglo. Walter, entonces un adolescente de 15 años, fue asesinado por un francotirador de la Policía que le vació el hipotálamo de un balazo certero.
La hija de Sara, Luna, que ese miércoles a la mañana repasó con pintura el mural con el reclamo de justicia por Walter Campos y los caídos en 2001, conocía a Máximo Jerez y a su primo Alexis. En esa escena no apta para visiones maniqueas, Sara reclamó: “Ahora viene la Policía al barrio, vienen los de la TOE, pero un francotirador mató a mi hermano de un balazo en la cabeza por pedir comida y nunca tuvimos justicia”.
Dos meses después de la marcha y las amenazas (“todos los tobas se van a tener que ir”, les escribieron) y la ofrenda de muebles como un intento de tregua, una cuadrilla de Ingenieros del Ejército llegó a Rosario. Pero fueron a Tío Rolo, un barrio al sur de la ciudad. La obra pendiente ahí era “más factible técnicamente” que en Los Pumitas, donde falta todo. Ni los militares ni nadie inició las tareas para llevar agua potable, zanjas y cloacas, tendido eléctrico o viviendas, pese a las promesas de licitación varias veces incumplidas.
El último acto con anuncios (de las obras que no se hicieron) fue en septiembre de 2023. Este año ni esperanza quedó. El presidente Javier Milei desfinanció el organismo que se dedicaba a urbanizar villas, la Sisu.
Amenaza y presidente
¿Cuántas violencias hubo en Los Pumitas antes de la balacera que mató a Maxi? ¿De cuántas desigualdades y opresiones se alimentó ese estallido de la comunidad qom? ¿Cuánto hubo de pelea narco y cuánto de un entramado social dañado, de una ciudad rota?
Las estadísticas de homicidios dicen que lo peor de esa crisis quedó atrás. Bajaron un 60% este año de mayores controles policiales en la calle y en las cárceles. Pero, en la casa de Margarita, la tía de Fabio, donde los Jerez buscan fotos de la infancia de Suicho y se ríen un rato, el piso sigue siendo de tierra como era antes. En la zanja de afuera, el agua estancada acumula bolsas y botellas de plástico. Falta trabajo y la pobreza se disparó (en el Gran Rosario saltó de 33,5% en 2023 a 46,8% en 2024). Los que no tienen para comer se triplicaron. Si alguien arregló algo, fue desde arriba, abajo todo sigue lleno de huecos.

La migración
Los Jerez llegaron a Los Pumitas en 1995 cuando esa zona de Empalme era un terreno baldío, casi un basural. Los primeros migrantes crearon una de las comunidades qom locales. Se establecieron con un par de maderas, chapas y toldos. Hugo Jerez y su mujer Ermelinda Galicio nunca se acostumbraron a esos márgenes urbanos y se volvieron a la calma conocida del barrio Toba de Sáenz Peña.
Julio, el papá de Máximo, era apenas un adolescente y Suicho, un niño de 4 años que llegó con Antonia, su mamá. Otras dos tías (Margarita y Ana María) se instalaron y la familia creció: hoy son más de 20. También el barrio: son unas 1.500 familias y 300 se reconocen parte de la comunidad qom Qadhuoqté. Una asociación que tiene una FM, copa de leche, talleres de oficios, una escuela para adultos y su principal referente es Oscar Talero, quien no se define como “cacique” porque ese es un término demasiado “poderoso”, aclara.
Fabio quiere ser un padre presente para sus dos hijos de 17 y 13. Se despierta temprano en su casa, que en realidad es la planta alta de sus suegros. Hace un desayuno simple de mate cocido y galletitas o pan. A las 7, los acompaña hasta la parada del colectivo para que vayan a la escuela. Después vuelve a su casa. Se prepara unos mates amargos, limpia y acomoda. Cuando su pareja se va a trabajar y está solo, se sienta un rato y escribe en su celular. Tiene 400 notas, fragmentos de canciones.

Escribir es caminar por un puente, habilitar una conexión interna que necesita. Ir, incluso, hacia lo desconocido.
–Es soltar una pista y empezar a crear. Empezás a rimar y te salen palabras, cosas que escuchaste en algún lado. Metés “parsimonia” y después googleas a ver qué significa. Y te vas armando una estructura. Si te dejás llevar, salen cosas que vos no sabés que sabías.
Pero a veces siente que todo eso no vale la pena. En medio de ese bajón, pasa algún pibito, un vecino, que lo reconoce.
–¡Alto tema Suicho el último que subiste!

También se detiene en el esfuerzo que hace junto a su compañera.
–Veo el reflejo en mis hijos que están estudiando. Yo a su edad no estaba en la escuela, andaba en la calle. Ellos son más respetuosos, se expresan bien, cosas que yo no podía hacer. Ellos saben todo lo que hacemos con su madre. A veces hay que estar firme y fue una de las cosas que me faltó a mi. A veces me lo replanteo, pero sí, vale la pena.
Sigo en el barrio
En junio de 2024, Fabio, Suich.MC, presentó su primer disco con once temas. En sus rimas está el mapa de los dolores. Está el contexto: “Se escucha un fusible, historias invisibles, el llanto de una madre que a lo lejos es audible. Ángeles que bajan, son ángeles que suben, si bajan estas calles, espero se me cuiden”. La indefensión: “Disparos a mansalva, de esta mierda quién puta me salva, algunos ya partieron y otros la sintieron”.
La hostilidad como un piso que se mueve: “Todo es inestable y ya nadie es confiable, que de tanto frío me volví muy impermeable. No quiero ser el próximo por eso solo rimo”.

Pero no abandona su lugar, se mantiene “como la llanta en los cables, sencillo entre pasillos y callado sin alarde”. En el tema que le da nombre al disco (“Sigo en el barrio”) dice que en su pecho hay “una wiphala”, repite que es “hijo de una madre toba”, frasea en qom y cierra: “No voy a pelear, yo quiero rapear, soñar y volar”.
En “Una y Otra Vez” habla de su fuerza: “Es notable que soy frágil, eso no dice que soy débil, resurjo como el ave Fenix, no quiero los mejores tenis”. Y en “Flamea”, se planta: “Ni a palos yo me calló, están buscando el fallo, yo vuelvo a crecer aunque me corten desde el tallo”.
El miedo como segunda piel
La canchita es una pradera gastada, más marrón que verde. La calma parece eterna esta mañana de primavera de 2024. Compiten el canto de los benteveos con un gallo de grito tardío. Toda la furia pasada parece un espejismo hasta que el traqueteo de un helicóptero verde invade el barrio. Da unas vueltas. Amenaza con un desembarco pero sigue. Dos mujeres con un cochecito de bebé cruzan sin mirarlo. Una camioneta de la Policía provincial patrullada por dos gendarmes federales resume eso que las autoridades repiten: la cooperación del “Comando unificado” de Nación y Santa Fe.
Julio Jerez habla debajo del techito de la comunidad Qadhuoqte, de espaldas al arco donde atajaba la noche en que mataron a su hijo. Para el resto de la ciudad, la pueblada, su panza con balas de goma, los escombros de las casas demolidas que crujen debajo de las suelas, todo eso es materia del pasado siempre nebuloso. Para él, aquello fue el inicio de una vida que se volvió demasiado densa. No lo dice con esas palabras, apenas responde con esa timidez que le adjudican a su pueblo –y que es más una mesura matizada con desconfianza– pero aparece en sus ojos alertas y sobre todo en su postura.
Está parado y su mano derecha agarra el antebrazo izquierdo y viceversa. Cada tanto se rasca o se acaricia. Se autoabraza para poder hablar de la visita al cementerio por el cumpleaños 14 de Maxi, el 17 de septiembre. Su mujer casi no sale de su casa. Si están los gendarmes, se asoma al pasillo. Él está sin trabajo desde los incidentes del año pasado.
Su patrón en la obra le dijo que no fuera por unos días, por seguridad, por si le pasaba algo en el camino. Julio pensó que lo estaba cuidando. Cuando le dijo que no fuera más entendió mejor a quien protegía. Sale a cartonear para sostener a los cuatro hijos que le quedan. Sigue con miedo. Las estadísticas, el descenso de 60% de los homicidios en Rosario este 2024, no modifican su presente. Las familias de Los Pumitas ya no salen a la noche como antes –no hay policías ni gendarmes a esa hora–y no hay juntadas en la canchita.

El Salteño y su mujer no están asentados en el barrio pero sí los familiares y soldaditos. Como no se animan a denunciar ante la Policía, los vecinos le cuentan a él cuando usurpan una casa, cuando amenazan, cuando venden droga en algún lugar nuevo.
Desde Fiscalía le dijeron que hasta marzo de 2025, el clan Villazón no puede volver. La incertidumbre de qué pasará después de esa fecha crece. “Y de la causa de Maxi no me llamaron más, no sé nada”, se queja.
El fiscal de Homicidios Adrián Spelta asegura que la investigación está casi cerrada. Espera elevarla a juicio el año que viene. Hay cuatro jóvenes detenidos acusados de haber matado a tiros desde un Honda Civic negro a Máximo Jerez y herido a tres primos, el 5 de marzo de 2023. Un quinto hombre, un ex taxista bajo arresto en otro crimen, irá al banquillo por encubridor. Le dio la orden a su familia (mujer y dos hijos) de esconder el auto en su garage. Esas tres personas ya fueron condenadas en un juicio abreviado (reconocieron su culpa).
El fiscal considera a los cuatro agresores, ligados a la banda del Araña Ibánez, como coautores del crimen y pedirá cadena perpetua para todos.
Despierta
Un canto del monte,
una melodía,
es un nuevo día,
y es un nuevo horizonte.
Fabio Jerez rapea en el estudio de grabación DZ. Con la mano izquierda sostiene el celular. Lee las letras en blanco con el fondo en negro. Con la derecha dirige, dice, refuerza. Si rapea en castellano, esa mano apunta con el índice y acusa. Si se levanta un poco, a la altura de los hombros, simula una pistola que gatilla. Pero puede bajar, hacia la cintura, girar y sacudirse como una cuchilla. El cuerpo acompaña. Siente el ritmo. Hasta que todo cambia de pronto.
La sala es la misma. Las tres alfombras superpuestas en tono bordó, las paredes blancas con paneles difusores de madera para el sonido, la batería sin uso; nada de eso muta. Fabio sigue siendo él con su gorra hacia atrás; su rostro redondo, marrón y sereno. Solo dos cosas se alteran: su mano derecha y su forma de decir.
Somos artesanos,
arte en nuestras manos,
consejos de mis sabios,
amor por mis ancianos.
Cuando rapea en qom, el idioma que aún usa para discutir con sus hermanos, algo cambia. Su cuerpo no se sacude, se mece. Une el dedo índice con el pulgar y arma un círculo mientras los otros tres dedos quedan sueltos. El mudra de la armonía y la conciencia en la meditación.
El movimiento es suave, dulce como el canto que ya no es una metralleta de palabras sino un lamento leve. Ahora, esa figura en la mano sube hacia atrás, en un desplazamiento oblicuo. Parece la garra de un puma en retroceso o la pincelada de un pintor. Y Fabio, Suich.MC, canta, entona, vibra distinto.
Laa ika ia,
saiyet ra am sigkobai.
Onagaik ra anlovek,
nam caktaka sara, abagelek.
Anlovek, akaia, anlovek, anlovek.
–Aaaaaan lovek, akaia, anlovek, anlovek, anlovek –repite, ojos cerrados, en el estudio DZ, de Daniel Zelicovich, el joven que le abrió las puertas de su lugar en el centro, la zona de la ciudad que menos homicidios sufrió en la decadencia. Daniel le hace las pistas (la música de fondo) y apuesta por su arte.
Ese estribillo significa: “Hola hermano. Yo no te voy a olvidar. Es bueno que despiertes. De nuestro hablar no te avergüences. Despierta hermano, despierta”.

Junto a DZ en el estudio, Leito.HC escucha y comenta los temas. Es otro rapero que forma parte de la red de Suicho: graban colaboraciones, comparten sus temas en las redes, se animan, se empujan.
Leito tiene 34 años, se crió en Cristalería pero como ya no vive ahí siente que no le corresponde a él hablar de lo que pasa en los barrios populares de Rosario. Le concede a Fabio la autoridad de quien anda por los pasillos.
–Vale que lo diga él.
Del otro lado del vidrio, dentro de la sala de grabación, Suich.MC sigue con su rima. El tema cierra con una idea que reaparece en sus canciones.
Soy un alma libre
yo sé a dónde voy,
yo sé de dónde vengo,
yo sé a dónde voy.
2. La alquimista
Carolina Gauna abre una bolsa de plástico. Agarra cáscaras secas de naranjas y mandarinas ya cortadas. Las tritura con las manos. Mete todo dentro de la olla de un molinillo industrial. El equipo está sobre la mesa de madera del taller donde trabaja. Cierra la tapa a presión con dos trabas laterales. Activa la molienda con una perilla de timer: dos minutos. Espera. No piensa en nada, no repasa todos sus problemas. El chillido de las cuchillas cesa. Abre la cacerola metálica y sale un humo denso. Asoma del interior harina naranja. Después, mezcla un químico llamado potasa con agua en una jarra para generar una lejía y el líquido se empieza a calentar solo. Son técnicas para preparar jabones y detergentes pero también remiten a escenas de un arte lejano.
–¿Nunca te dijeron que sos una especie de alquimista acá en este lugar?
–No, nunca. No sé lo que es.
La alquimia suele reducirse a una búsqueda material, a la mutación de cualquier metal en oro. Esa es apenas una simplificación de lo que obsesionaba a los sabios y protocientíficos de la Edad Media. El proceso consistía, sobre todo, en una transformación personal, una purificación espiritual, un ascenso al conocimiento. Y eso es lo que, siglos después, se conecta con lo que hace esta mujer de 43 años en el segundo piso de una vieja casona de Rosario. Un espacio de más de mil metros cuadrados que no es suyo. Fue donado a la Municipalidad por un vecino ilustre de barrio Belgrano, Mario Castenetto, con múltiples rincones.
El ahora Centro Cultural Castenetto era la sede local de la “Asociación Rosacruz Universal”, una orden de cristianos místicos que buscan el “nexo entre la ciencia y la espiritualidad”. El líder local vivía en lo que ahora es este taller.
Pero Caro no habla de esas cosas cuando el humo que sale del molinillo se pierde a la altura de su rostro concentrado. Ella no reedita la búsqueda de una piedra filosofal pero sí algo de paz y de trabajo, o una paz hecha de trabajo, en medio del volcán que puede ser su vida en la ciudad más violenta de Argentina. Detrás, en una estantería, hay jabones con formas de brazos de bebé o de cabezas de leones, réplicas de esculturas de fuentes de plaza. A unos metros, Candela, su compañera del Programa Espuma que convierte aceite de cocina usado en productos biodegradables, limpia botellas. Le cuenta la novedad.
–Viste Candela, no soy más Caro, soy “la alquimista”.

Mario Orbani salió de su casa en Ibarlucea el atardecer del martes 27 de noviembre de 2007.
–Ahora vuelvo.
Caro pensó que su esposo, un cabo de la Policía provincial que estaba por cumplir 30 años, regresaría en unas horas. Pero fue la última vez que lo vio. Ella, de 26, se quedó con tres hijos, de 9, 7 y 5, y un embarazo de tres meses.
Una vecina, también policía, fue hasta su casa para avisarle que había visto el Fiat Duna blanco de Mario sobre las vías del ferrocarril, al costado de la ruta 34 que atraviesa el pueblo, al norte de Rosario. Le dijo que dos personas habían salido corriendo del vehículo. El cuerpo quedó solo dentro, con golpes y un disparo en la cabeza.
“Fue un suicidio”, le informaron a Caro desde la subcomisaría 2ª donde trababaja su pareja. Le aseguraron que venía manejando cuando él mismo, sin frenar antes, se había disparado y por eso el auto cruzó el zanjón y quedó arriba de las vías, sobre el kilómetro 4,5. Nada tenía sentido. ¿Quién se mata de un tiro así con el auto en movimiento? ¿Y los golpes en el cuerpo? ¿Y el otro impacto de bala en el piso del Duna? ¿Y los dos hombres?
Algunas escenas de los meses anteriores volvieron a ella y reconstruyeron todo el escenario. Aquel pantalón manchado con sangre en el Duna blanco que él dijo no era suyo. El extraño robo de su auto y su pistola reglamentaria. Al poco tiempo, aparecieron ambas cosas pero sin mayores explicaciones. Empezó a dudar.
–¿En qué andás vos?
–En nada, sabés que yo no me meto en nada. Soy policía de vocación.
A Mario lo trasladaban mucho. Del Comando a Infantería y de una comisaría a otra. Caro pensaba que eso era porque, justamente, no era corrupto. Molestaba porque no se prendía en la joda y entonces lo movían de lugar. No sabe si ese año su marido se rindió. Si finalmente empezó a cooperar con los jefes que lo presionaban para que saliera a recaudar en algunos de los negocios ilegales que la fuerza habilitaba o regulaba. Eso era todavía una infección que no preocupaba a la ciudad. Faltaban años para la gangrena: la Policía de Rosario metida en casi todas las causas por narcotráfico.
En 2018, el juicio a Los Monos, la principal banda narco de la ciudad, expuso que de 25 acusados, 13 eran agentes de la fuerza. Después se develó que los investigadores de esa causa trabajaban, a su vez, para un grupo rival. Las evidencias de ese problema nunca cesaron. Apenas dos ejemplos de este 2024: cinco agentes plantaron armas para encubrir balaceras mafiosas a hospitales y comisarías con amenazas al gobernador Maximiliano Pullaro y otros ocho robaron cocaína y dinero.
Pero ni Caro sabía eso, ni Rosario era entonces la capital del crimen, de los soldaditos y los sicarios (“la primera narcociudad argentina”, tituló este año The Guardian). En todo caso, aquel noviembre de 2007 ella no supo si Mario hizo o dijo algo que no debía y lo hicieron callar.
Después del entierro en el cementerio de Ibarlucea, el mejor amigo de su esposo y compañero en la fuerza de seguridad se puso a preguntar y fue a revisar el auto. Volvió con una conclusión.
–Caro, a Mario lo mataron.
El caso llegó a los medios. Pero su denuncia contra una institución opaca tenía el peso de una viuda desocupada, pobre, embarazada y madre de tres hijos chiquitos, con múltiples urgencias por atender antes que darse el privilegio de la justicia, la utopía de la verdad. Si la interseccionalidad es la esquina donde se encuentran dos discriminaciones sistémicas, Caro estaba en una rotonda.
La causa 924/07 no avanzó. La autopsia certificó la lesión debajo del mentón como posible “autodisparo” pero la forma en que quedó el cuerpo, las manos y el estado de las ropas fue “infrecuente y poco probable” con esa hipótesis. La pericia no descartó un homicidio. Nadie explicó el disparo del lado del acompañante. También hubo una supuesta nota de despedida de Mario en donde decía que se iba porque estaba “loco”. Además del crimen y del suicidio, un llamado previo, a las 19, que lo puso “muy nervioso” podría sugerir otras alternativas: ¿un suicidio inducido? El expediente se cerró en marzo de 2009 aunque “hayan quedado sin esclarecer aspectos”. Pasó al subsuelo del Archivo General donde las 191 fojas fueron destruídas en julio de 2023. Quedó la carátula de “Muerte dudosa”. No está mal: sobran dudas alrededor de esa muerte.
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La harina de cítrico se mezcla con el Aceite de Cocina Usado (ACU). Los integrantes del Programa Espuma, sus familiares, vecinos, dueños de bares o restaurantes aportan esa materia prima que se junta en botellas, frascos y bidones. Ese insumo se filtra. Usan un embudo cubierto con tela o cofia. A veces le agregan carbón para quitar olores. Las gotas se acumulan en un nuevo recipiente.
Cuando el aceite está limpio y unido a la harina en una jarra, se abren dos procesos distintos. Para el detergente sólido, se añade un preparado de soda cáustica y agua. El encuentro de las sustancias genera temperatura: una reacción química que se llama hidrólisis. Caro debe esperar por lo menos 40 minutos antes de usarlo. Si se apura, el calor endurecerá el preparado más de la cuenta. Lo procesa con una minipimer mientras suma bicarbonato y por último esencia cítrica.

En cambio, para hacer jabón de mano no es necesario el bicarbonato (que blanquea y genera espuma) y el agua se mezcla con potasa. Eso genera una lejía que no explota pero, si salpica, puede quemar la piel. Por eso, Caro usa unos guantes negros y presta atención a sus movimientos. Recuerda las medidas, divide los procesos, en los tiempos muertos limpia y ordena.
Después del preparado, se inicia una variación que puede durar horas. Se llama saponificación: dentro del recipiente, un bidón de plástico cortado, se separa la sal jabonosa de la glicerina.
Con su remera blanca y amarilla del Programa parece una promotora. Hasta que se enfoca en el paso a paso. Revuelve la melaza que se pone cada vez más naranja y espesa. Empezó a las 9 y al mediodía vuelca la mezcla del detergente sólido en un molde. Es una prensa rectangular de madera recubierta con una tela plástica (un banner publicitario de calle reciclado). En esos trances, se le ocurren cosas. Para un próximo taller que dará en Empalme Graneros, enseñará a hacer un bolso de mano con botellas. Un regalo para el Día de la Madre barato y fácil. La alquimia de la economía circular en barrios populares.

Nicolás Biolatto creó Espuma en 2021. Dice que por accidente. Tenía su marca “Pepé Jabón” y un interés social que nunca abandonó. Lo convocaron para dar un taller abierto y online que devino en presencial para jóvenes con consumo problemático en el centro donde trabaja su padre, un adicto recuperado. Se encerró en su laboratorio y creó, prueba y error, prueba y error, la receta para hacer de un desecho contaminante algo que limpia y se degrada de forma natural.
El “eureka” fue doble. Consiguió una fórmula original para fabricar con aceite usado un buen producto (un detergente que no se pudre ni quema la mano de quien lo manipula). Al mismo tiempo, detectó que era potente y fácil de reproducir. Así nació el Programa que en el verano de 2022 llevó a Rancho Aparte, la organización de barrio Tablada.
En 2023, creó una cooperativa que preside y que integran doce mujeres. Después, apareció la oportunidad de llevar el taller a la casa cultural Castenetto, donde perduran los ecos de los rosacruces.
–La jabonería es una forma de alquimia. Es la unión de dos productos contrapuestos que generan una materia contraria, es decir algo graso que sirve para limpiar. Cada vez que lo producís tiene algo de mágico: ver cómo ese aceite se transforma delante tuyo– define Nicolás.
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Tres meses después de perder a su pareja, en febrero de 2008, a uno de los hijos de Caro se le cayó un arco encima y le rompió la pierna. Ella estaba embarazada de seis meses y Mario, que lleva el nombre del padre fallecido, quedó enyesado y en reposo. Entre los médicos de ella y los de él, no pudo insistir con la causa judicial para conocer qué pasó con su esposo.
-¿Ser mujer te generó complicaciones extras a la hora de buscar justicia?
-Sí, cuando yo iba a Tribunales les decía “ustedes no me están escuchando, no me están entendiendo”. O al contarles de la chica de Ibarlucea, que era policía y vio a los dos hombres en el auto, no hicieron nada, no la buscaron. Nunca más supimos de ella. Eso no llegó a juicio y después me concentré mucho en mis hijos.
Aprendió a seguir. Vivió en la casa de su mamá y después con dos hermanos hasta que se compró un lugar propio: una vivienda que era casi una ruina en un terreno amplio sobre Convención y Vigil, Tablada, zona sur de Rosario. Conoció a Coco, Javier Ruiz Díaz, un pibe que salió de la cárcel con ganas de ayudar a los chicos del barrio, de mostrarles un camino diferente al que transitó él.
Empezaron a jugar al fútbol en una canchita. Sus hijos se sumaron. Después, Coco consiguió una casa y armaron talleres de carpintería, música, oficios, arte. Caro participó de algunos: se acuerda cómo aprovechaban los neumáticos usados para hacer sillones. Hasta que en el verano de 2022 se enteró de una de las capacitaciones más extrañas: el Programa Espuma.

El espacio coordinado por Nicolás Biolatto fue pensado para mujeres de hasta 35 años, muchas con problemas de violencia de género, que podían cobrar una beca de la provincia mientras aprendían la técnica. Caro excedía la edad para recibir el pago pero igual hizo el taller.
Compartió ese primer año con otras compañeras. Conoció a R. que vivía peleando con su marido y él la golpeaba. Se separaba y al poco tiempo volvía. Su vecina P. matizaba las agresiones que sufría con el consumo de drogas. La pareja amenazaba con cortarla con un cuchillo y Caro le decía que lo dejara.
–Basta con eso, terminá esa relación.
–Sí, ya lo eché.
Pero a los dos días estaba de vuelta con él y otra vez caía en ese loop que encierra también otras dependencias.
Caro no sufrió este tipo de violencia, no de esa manera. Cuando tuvo a su quinta hija, Eluney, sufrió una crisis de posparto. Eso le dijeron al menos la obstetra y la psicóloga. No quiso saber más nada con su segunda pareja. No podía verlo. Y él, en lugar de quedarse a ser un padre, se volvió a Santiago del Estero, con su madre.
–¿O sea que después de ser madre viuda, fuiste una madre soltera?
–Sí, pero la mejor madre.
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Mayo de 2021, pandemia. Uno de sus doce hermanos llegó borracho a la casa de Convención y Vigil, en Tablada. Caro lo hizo entrar aunque le preocupó que dejara el Corsa en la calle. Por eso, cuando sintió una puerta que se cerraba se asomó a la vereda. Tres jóvenes que se habían bajado de otro auto caminaban por Vigil hacia el pasaje Lincoln.
Avanzaron por la arteria angosta de casitas achaparradas, entre grises y naranjas gastados por los revoques crudos y los ladrillos huecos. Llegaron a la esquina. Buscaban a Marcos Basavilbaso, de 15 años, amigo de su hijo Joaquín.
Marquitos actuó de “Juancho” en el corto “¿Quién soy?” del taller de Cine de Rancho Aparte. En esa ficción de 2018, basada en historias reales, es un pibe de la calle “bueno” pero que “hace giladas”. En la realidad de mayo de 2021, le debía 10 mil pesos al jefe de una banda de narcomenudeo y de extorsiones que captaba adolescentes del barrio para sus trabajos. Antes de esa tarde del domingo 23, habían baleado su casa y hasta llamaron a su mamá como advertencia.
–Dígale a Marquitos que me lleve la plata que me debe porque le voy a mandar a pegar hoy, así nomás. Él sabe que con la mafia no se jode, doña.
La familia dejó la casa y él se había quedado solo para cuidarla. Los tres sicarios patearon la puerta y se metieron. Lo acribillaron a balazos. Quedaron doce casquillos de calibre 40 y 9 milímetros.
–A mí no me tiraron un tiro porque no me vieron –cree Caro a la distancia.
Por temor, la familia de Marcos no volvió al barrio y la casa quedó abandonada. Rancho Aparte, la organización que creó Coco Ruiz Díaz, no tenía en ese momento una sede para funcionar. Se habían quedado sin espacio y el parate que impuso el coronavirus desarmó los talleres. Coco le propuso a la mamá del chico asesinado alquilar el lugar y cuidarlo para retomar las actividades. Rancho volvió a existir pero entrar a esa casa no fue fácil.

–No quería ir nadie porque lo habían matado a Marquitos. Mi hijo Joaquín me decía: “No, mami, no vayas a ahí”.
La casa fue pintada y repoblada. Los orificios de bala en las paredes fueron marcados con círculos de colores. Así pudo empezar el taller de Espuma.

En febrero de 2022, otro chico del barrio, de Rancho y del grupo de amigos del hijo de Caro fue asesinado a balazos. A Facundo Alejandro Aguirre, de 17 años, lo mataron el lunes 21 de febrero. Era casi de medianoche cuando lo emboscaron en las calles de Las Flores, más al sur. Intentó esconderse atrás de un árbol pero no pudo escapar del ataque de once tiros que dos hombres hicieron desde un auto.
A ella le dolió mucho la muerte de Facu. Como otros, iba a su casa seguido y lo cuidaba como si fuera su hijo.
–Mami, ¿Facu se puede quedar a comer?
–Sí.
–¿Se puede bañar acá?
–Sí.
–¿Se puede quedar a dormir?
–Sí.
En junio de 2022, otro más: Néstor Andrés Arduvino. Lo mataron desde una moto el lunes 20. Era feriado, iba a jugar al fútbol con amigos. Él tenía 18 años y uno de los atacantes, 16. El espejo de los que matan y los que mueren: adolescentes y jóvenes de los barrios pobres de Rosario.
Tres chicos, tres talleristas de Rancho Aparte. Esos meses Coco aprendió los costos de un cajón de madera, un traslado y un entierro. Tuvo que gestionar sus sepelios en lugar de invitarlos a jugar al fútbol o al taller de candombe.
–Sí, después de Facu mataron al Chino. Eso fue frente a la casa de mi hermano, en Virasoro y Beruti.
–¿Y te dio miedo por tus hijos?
–Sí, claro. Pero yo tengo un “problema”, Coco dice que soporto demasiado.
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La curva de violencia en el departamento Rosario tocó sus niveles máximos en 2022, con 291 crímenes, y 2023, con 260. Los motivos de ese estallido, con meses que tuvieron más muertes que días, fueron las disputas a tiros de las bandas de narcomenudeo. El negocio más redituable es traficar las grandes cargas de droga –que bajan por tierra, aire o agua– y salen desde el puerto hacia el mundo. Pero un pequeño vuelto de esa mercadería queda en los barrios. El microtráfico, a diferencia de los tentáculos globales invisibles, genera ruido, dolor y muerte.
Cerca del 80 por ciento de los hechos registrados ese bienio en la ciudad respondieron a esa lógica. Las víctimas fueron varones atacados con armas de fuego en la calle y de noche. Uno de cada cuatro tenía entre 15 y 24 años.
Según el Observatorio de Seguridad Pública (OSP) de Santa Fe, más de dos tercios de los asesinatos se inscribieron en “tramas asociadas a organizaciones criminales y/o economías ilegales” y fueron planificados (el sicariato se multiplicó por cuatro en una década).
Ese es el universo que nutrió la tasa de 22,3 homicidios dolosos por cada cien mil habitantes en 2022 y de 19,8 en 2023, cinco veces el promedio nacional.
La tendencia se frenó este 2024 y los homicidios bajaron hasta un 60% en Rosario. Los gobiernos, nacional y provincial, aseguran que eso es por las políticas de mayor presencia policial, un comando unificado de diversas fuerzas, controles en las cárceles a los presos de alto perfil, donde antes los jefes narcos operaban sin limitaciones, reformas normativas y el trabajo conjunto con los fiscales.
Opositores, como el ex ministro Marcelo Sain, y criminólogos desconfían de esa explicación y deslizan que existe algún tipo de pacto o acuerdo tácito entre las bandas y la Policía, para regular el narcotráfico con menos violencia en las calles.
“No digo un pacto de todos sentados a una mesa como si fuera una paritaria pero sí hay mensajes. Por ejemplo: «Vos no te cagás a tiros, dejás de matar y yo no me meto en tus negocios». El problema es que en la Policía se multiplicaron en los últimos años «los cuentapropistas», agentes que son parte de las bandas, no simples complicidades, sino que planifican asesinatos o desvían causas. El gobierno de Pullaro buscó controlar eso y también hizo acciones muy estrictas en las cárceles. Ahora, la Policía pretende recuperar la capacidad de regular y cuando hay violencia en un territorio, ahí actúa, sino deja hacer”, analizó el magíster en Criminología y profesor universitario, Enrique Font.
El secretario provincial de Análisis y Gestión de la Información del Ministerio de Seguridad, Esteban Santatino, respondió que es “ridículo” hablar de un acuerdo con bandas atomizadas, rudimentarias y sin lealtades claras. “No tenemos dos o tres actores concentrados como puede ocurrir en otros lugares de América. Eso no sería posible acá”, aseguró aunque reconoció que la nueva ley de narcomenudeo no es para desbaratar el negocio sino para “atemperar los niveles de violencia y bajar los homicidios”.
El narcotráfico no se derrota aislado en un territorio, se regula. El objetivo inmediato en Rosario fue frenar las muertes. La serie icónica The Wire llevó esa idea a un extremo cuando un jefe de Policía de Baltimore, Estados Unidos, crea una zona liberada exclusiva para el consumo. No es eso, pero nadie dejó de vender o comprar droga en Rosario.
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Desde la pandemia, el consumo aumentó y mutaron las formas: se pasó de aspirar cocaína a fumarla mezclada con virulana, vidrio, bicarbonato y otros. El crack creció sobre todo entre los más jóvenes. El efecto es más potente pero más corto: el aleteo de un orgasmo que deja un vacío inmenso. La dependencia se agrava.
Mario, el hijo de Caro que se rompió la pierna y que también perdió una mano por tirar una bomba de estruendo en el año nuevo de 2017, cayó en esa telaraña. La adicción se agravó en los últimos años. Ella, que vive atenta a sus hijos y nietos, se puso a estudiar para “Acompañante terapéutico en consumo problemático” en busca de más herramientas en los talleres y en el abordaje de su propio hijo. Suplir la ausencia de cuidados ante la desfinanciación de programas sociales por parte del gobierno nacional de Javier Milei, que profesa la libertad de dejar morir a quien no puede solo.
–Yo sigo adelante porque tengo nietos, tengo hijos que todavía son chicos. Llego a mi casa y pienso ¿dónde andarán?, ¿qué están haciendo?, ¿vino Joaquín, que ya tienen 22, de trabajar?, ¿a dónde está Mario? Estoy así todo el día.
El año pasado, se sintió sobrepasada y quiso dejar sus actividades en el taller y la ONG barrial. Coco la convenció para que descansara y después volviera. Cuando retomó las actividades lo supo: “Sí, esto es lo mío”.
–Rancho y Espuma me cambiaron la vida. Cuando vengo al taller, mi cabeza se sale. Me saca a otro mundo, soy otra Carolina. Tener diálogo con otra persona, ver si puedo ayudar u organizar algo. Es distinto, es muy distinto.

Nicolás, el creador de Espuma, es testigo de las angustias de Caro y también de su evolución.
–Ella es un súper ejemplo de cómo el Programa se puede meter en las personas. Tiene una conexión con el proceso de producción porque sabe de transformaciones, es algo intuitivo. Siempre fue una luchadora. Pero antes era más hosca y modificó su forma de relacionarse, aprendió a ser docente. También a trabajar en equipo.
Cada litro de Aceite de Cocina Usado (ACU) que rescatan evita que mil litros de agua se contaminen. Hacen de un desecho hostil un producto de limpieza y natural. La doble metáfora de reaprovechar lo que otros quieren descartar. Además de vender jabones y detergentes en ferias y por redes sociales, dan talleres para formar a otros y tejen redes en once provincias. La mutación es contagiosa.

Ricardo Robins
Rosario3
Argentina
Licenciado en Periodismo por la UNR. Colaboró en Revista Anfibia, La Nación y Barullo. Autor del libro “El polizón y el capitán” (Marea Editorial), crónica ganadora del Premio Gabo 2022. Coautor en los libros “Crónicas primarias”, “Bitácora de la intimidad” y “Pocho Vive”. Participó en la investigación y guion de los documentales “Gran Inundado”, “Buscando al huemul” y “La arquitectura del crimen”.