Los hombres que buscan a los desaparecidos en México

Por Marcos Vizcarra / Ilustración: Hanna Corvera

En los últimos dos años las desapariciones de personas alcanzaron un ritmo avasallador en México

En los últimos dos años las desapariciones de personas alcanzaron un ritmo avasallador en México: en promedio cada hora desaparece una persona, según los datos de la Comisión Nacional de Búsqueda. La búsqueda está encabezada por mujeres que se han convertido en el baluarte de esta barbarie. A su lucha se han unido hombres que, a su vez, enfrentan una batalla adicional: el juicio social de amar.

La resignificación de la masculinidad les ha costado. Crecieron en entornos violentos donde papá imponía las reglas y mamá guardaba silencio, y han dado un salto hacia el cuidado. El dolor los ha llevado a conocerse, abrirse, abrazar y dejarse curar, compartir, escuchar, pedir ayuda y reconocer que necesitan de las demás personas para tratar de lograr un cambio.

Hace 13 años, ante la escalada de violencia y en torno a la memoria y la dignidad, el activismo lo encabezaban hombres como el poeta Javier Sicilia al frente del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. Estaba harto de tanta violencia provocada por la llamada “guerra contra las drogas” del presidente Felipe Calderón, la misma que dejó como víctima a su hijo Juan Francisco, pero con el tiempo estos frentes fueron ocupados por mujeres que asumieron su rol de cuidadoras hasta convertirse en agentes políticos.

Para este reportaje se documentaron las historias de tres hombres que buscan obtener justicia y restaurar la memoria de sus hijos y hermanos, quienes antes de ser desaparecidos se dedicaban a estudiar, a trabajar en talleres de reparación de carros o como acompañantes de otras personas que vivían en soledad.

Don Óscar, el proveedor

Don Óscar busca a su hijo Óscar Javier, desaparecido desde 18 de noviembre de 2008, en Pachuca, Hidalgo. Foto: Marcos Vizcarra

El rostro de Don Óscar Muñoz Aguilar era conocido en los pasillos de oficinas gubernamentales, él era gestor para facilitar trámites, un experto en evadir la democracia y resolver problemas de los demás.

“La única preocupación que tenía en ese tiempo era pagar las colegiaturas de mi hijo en la escuela de Gastronomía en la Universidad”, menciona este hombre que nació en la Ciudad de México, pero hizo su vida en Pachuca, Hidalgo.

La noche del 18 de noviembre de 2008 desaparecieron a su hijo. Fueron policías, un empleado de un bar, un joven que actuó como cómplice y un grupo criminal. Un agente del Ministerio Público de Hidalgo ofreció ayuda a don Óscar, con la condición de comprender una cosa: no sería tan simple ante la colusión de otras autoridades. Don Óscar dice haber apretado los dientes, haberse agarrado la cabeza una y otra vez elaborando decenas de hipótesis y culpas.

“Me metí en lugares a donde no, a donde venden marihuana, a picaderos, a lugares que nunca pensé que existieran, a donde la gente de lo peor llega. Y el hecho que yo esté buscando a mi hijo no es porque su mamá no lo quiera, no es porque no quiera buscarlo”, menciona.

“El problema fue que mis hijas perdieron no solamente a su hermano, sino que perdieron a su papá y a su mamá. Perdieron la estabilidad económica, la tranquilidad, porque desde que pasó esto hubo deudas en colegiaturas, falta de dinero en la casa y nos empezamos a deshacer del patrimonio”.

Cuando era niño a don Óscar sus padres le enseñaron que los hombres tenían la obligación de trabajar mientras las mujeres atendían el hogar, a ser una persona que no debía fallar y que para hacerlo tenía que desprenderse de sus dolores o nostalgias, de ser quien debía asegurarse de tener lo suficiente para llevar el plato de comida a la mesa y garantizar el patrimonio para el futuro. Se casó, se convirtió en padre y echó a andar el plan de vida predestinado. Compró propiedades y coches, espacios en los que puso sueños y armó un proyecto para un retiro digno. Se hizo comerciante, arreglaba coches y los vendía junto con su hijo Óscar Javier.

Hicimos patrimonio poco a poco y nos iba bien”, dice para luego soltar una tragedia: “tuve que venderlo todo”.

Este hombre comenzó a desprenderse de sus bienes, pero también de él mismo. Se convirtió en buscador y poco a poco se dio cuenta que había sido una persona ausente en casa, descuidando su paternidad de sus otras dos hijas, a quienes dejó de procurar para saber si cumplían o no en la escuela, si necesitaban compañía para superar el dolor de no saber de su hermano o solamente acompañarlas en sus momentos felices como sus cumpleaños.

Karla Galindo Vázquez, una trabajadora social feminista de Sinaloa, quien acompaña a mujeres buscadoras, explica que en México las mujeres tienen un papel importante en la búsqueda de personas desaparecidas por un aspecto sociocultural crucial: históricamente se les ha encasillado en el rol de cuidadora.

Es decir, explica Galindo Vázquez, son las mujeres a quienes se responsabiliza para que los hijos obtengan buenas calificaciones, estén bien comidos o bañados, sanos, seguros e íntegros. 

“Entonces si yo tengo un hijo que fue arrancado del hogar, es mi responsabilidad traerlo de regreso ¿Cómo? Como sea, como esté”, dice Galindo Vázquez mientras describe que hay procesos dentro de esta violencia que lleva a estas mismas a transformarse. “Ellas, desde el dolor de su pérdida, se organizan de manera formal, encuentran herramientas para las búsquedas. De esta forma dejan los roles tradicionales de ser madres y amas de casa para convertirse en agentes sociales y políticos”.

Así como existen cánones que encasillan a las mujeres como cuidadoras, también se encasilla a los hombres como los encargados de sostener y proveer, privados de sentir y de actuar en consecuencia, en aras de no fallar. Es por ello que en estos procesos de búsqueda de personas desaparecidas se ven menos hombres que mujeres.

Don Óscar vendió propiedades y carros para comprar información que le sirvió para lograr la detención de dos personas, un policía y el guardia de un bar al que acudió el joven la noche previa a su desaparición.

Aprendió a ser investigador, usó sus técnicas de gestor para ir de oficina en oficina y llevar oficios, redactarlos y leer los lenguajes de los abogados para descifrar cada tope que se encontró en el camino. Pero todo esto también le ha dejado más dolor.

Pagué por mucha información y logré que se consignara a personas, pero la relación con mis hijas… bueno… todavía las veo. Hablamos. Las procuro”, dice. 

“Yo sigo luchando como esa vez que ya no tenía por la colegiatura, se me fue la vida pensando en resolver lo de Óscar, pero no en lo de mi hija que estaba en la Universidad. No tenía un solo peso y ya no había la posibilidad de que entrara a una escuela pública. Estaba apenado, derrumbado. El rector me vio en el pasillo cuando fui a pedir una oportunidad, le platiqué y él me ayudó. Mi hija siguió estudiando”.

“Llorar nos hace falta”

Ricardo se ha dedicado a buscar a su hermano José Alberto desde el 24 de junio de 2016. Foto: Marcos Vizcarra

Ricardo Martínez Santiago recuerda que cuando era niño su papá les decía a él y a su hermano José Alberto que tenían que ser “hombrecitos”, que llorar era para las mujeres, que debía aguantarse el dolor y ponerse duro como hierro.

Ambos hermanos crecieron juntos, fundaron un taller de hojalatería en la ciudad de Oaxaca y ahí pasaban horas arreglando coches, golpeando fierros y moldeándolos para que los autos quedaran como si fueran nuevos. Eran cómplices y se cuidaban entre sí.

Una tarde de 2016 José Alberto le pidió a Ricardo que le dejara vivir en su casa, se había separado de su esposa y necesitaba un lugar dónde quedarse mientras encontraba otro sitio. Pronto ya compartían una rutina, mientras Ricardo desayunaba con su esposa, José Alberto visitaba a sus hijas e hijo para no perder la costumbre de llevarles a la escuela. Quería estar presente. Luego se veían en el taller y se regresaban juntos a su casa. Sin embargo, las cosas cambiaron rápidamente.

Mi madre muere el 24 de junio de 2016, mi hermano desaparece el 15 de octubre de 2016. Me quedé viviendo solo en la casa… Fue una desesperación muy grande. Quise quitarme la vida”, confiesa Ricardo. Él cree que hay una gran cantidad de hombres que podrían estar sufriendo en silencio por la desaparición de uno de sus hijos, padres, esposos o hermanos.

“Mi hermano y yo teníamos un taller de hojalatería, donde tenemos herramientas como carruchas. Un día me subí a una y quise ahorcarme. Afortunadamente pasó un amigo y me vio, él fue quien me rescató, me levantó, gritó y me descolgaron. Me llevaron a atención médica. Aquí estoy”.

José Alberto fue desaparecido el 15 de octubre de 2016. Ricardo dice que es como si se lo hubiera tragado la tierra, pues no hay una sola persona que haya visto cómo ocurrió el hecho.

Salió a buscarlo al siguiente día, pero a la fecha sigue sin saber de él. Ha sido una lucha en soledad: primero murió su madre, luego su hermano fue desaparecido y su esposa le pidió separarse porque sintió temor de toda esa serie de eventos.

Es de los pocos hombres en Oaxaca que salen a los campos para rastrear, que se reúnen para discutir sobre la violencia y tratar de resolver este problema en el país.

“Los hombres sí participan en la búsqueda de sus hijos, sí participan en la búsqueda de sus familiares, pero lo hacen de otra forma, lo hacen más apoyando de manera económica. No participan en rastrear, no participan en los movimientos, pero para que todas las compañeras puedan asistir a los eventos el dinero sale de la pareja, del esposo, de los hijos mayores”.

Para el Instituto Mexicano de Derechos Humanos y Democracia (IMDHD), la participación de los hombres bajo el estereotipo de ser la “cabeza del hogar” ha limitado también su aparición en los procesos de lucha y búsqueda de personas desaparecidas.

Esos estereotipos los reconoce Ricardo, señalando que la ausencia de los hombres también tiene que ver con la carga social histórica impuesta hacia ellos para no sentir dolor. A los varones se les enseña habitualmente a no expresar sentimientos, y buscar puede ser la expresión de un sentimiento.

“Tampoco se trata de decir yo produzco, yo sostengo, yo mantengo, decir ‘ve tú y busca’, para mí eso está mal porque hemos dejado la carga a las mujeres. Ellas son luchonas, gritan, pelean y habemos muchos hombres que nos quedamos callados, porque a nosotros los hombres nos cuesta más trabajo expresarnos, a ellas no. Aunque estemos ahí seguimos pensando en que estamos para sostener, no para llorar y gritar. Nos han enseñado a no llorar, nos han enseñado a aguantarnos, pero llorar nos hace falta”, dice. 

Entregar cuentas

Don Esaú encontró a su hijo José Esaú tres meses después de que fue desaparecido en Querétaro. Foto: Marcos Vizcarra

José Esaú Ugalde Vega tenía 25 años cuando ya daba pláticas a otros jóvenes mayores que él para hablar sobre cómo cuidar un matrimonio. Era impresionante verlo hablar y reconocer que tenía razón, recuerda su padre. Una de sus enseñanzas, por ejemplo, era la de hablar de cualquier problema y compartir las tareas de cuidado y crianza en la pareja.

Ese muchacho es el mismo que acompañaba a ancianos una vez a la semana, los visitaba para contarles historias, prepararles el café y reír con sus chistes aunque no tuvieran gracia. Lo hacía desinteresadamente, solo por el gusto de acompañar la soledad de sus mayores.

Lo desaparecieron el 14 de septiembre de 2015 en Querétaro. Desde ese día don José, su padre, no trabaja, dejó su oficio de carpintero para buscar junto con la señora María Elena, su esposa. Ambos caminaron entre oficinas, rastrearon entre los montes, la maleza y las calles para tratar de encontrar una pista. Sucedió a los tres meses, cuando lo encontraron sin vida.

“Pero yo estoy aquí porque sigo buscando la verdad y la justicia”, dice don José, quien se mantiene entre colectivos de búsqueda y el Movimiento Nacional por Nuestros Desaparecidos en México (MNDM) porque trata de hacer justicia a la memoria de su hijo.

“Recuerdo que el comandante encargado de su búsqueda se presentó en mi casa diciendo que a los hijos no los conocíamos los padres y que en la calle eran diferentes. Me contuve, quise golpearlo y hacerle notar que mi hijo no era así, pero al final de cuentas tenía razón”, recuerda este hombre que se convirtió en vocero del MNDM.

Don José asegura haber conocido a Esaú hasta que comenzó a buscarlo. Sus amigos le contaron que era un joven activo en grupos religiosos, que acompañaba a personas ancianas y que normalmente se quedaba sin dinero porque lo donaba a organizaciones civiles dedicadas al cuidado del medio ambiente.

Pero las historias que más lo han marcado son aquellas cuando sus amigos le hicieron saber que su hijo trataba de compartir que lo que hacía era meramente porque lo había aprendido en casa.

“Fue una sorpresa enorme saber cómo era, eso nunca se me va a olvidar, hace que pueda caminar en este laberinto de terror, frustración, dolor y enfermedades con la frente en alto”, menciona este hombre que ahora sobrelleva el duelo de perder a un hijo junto con su esposa.

En estos 10 años ha aprendido que estar presente es de suma importancia, le ha ayudado a entender que las mujeres salen a buscar porque tienen una conexión con sus hijos, pero también porque hay hombres que no saben afrontar el dolor de saber a sus hijos desaparecidos, que rechazan dar el salto a sensibilizarse y entender que la crianza, el cuidado y el amor es mutuo. 

“Se nos ha enseñado a soportar, a poner cara de idiota para mostrar que todo está bien, que para todo hay fuerzas, incluso donde ya no las hay para poder dar aliento de vida”, menciona, asegurando que aquellos hombres que han decidido dar el  salto cargan con una “doble cruz”.

“Ver a la madre deshecha, no saber cómo actuar, cómo ayudarle y darle la respuesta que necesita es difícil, te deshaces por dentro y eso es un dolor que consume. Ves a tu esposa triste, frustrada, enferma y tienes que soportarlo. Y hay quienes prefieren irse, son cobardes porque no quieren reconocer que les duele. Pero los que estamos cargamos con una doble cruz”.

–¿Entonces por qué seguir buscando justicia?

–Porque quiero entregar cuentas a mi hijo, a mi esposa, a mi familia y a mí.


Marcos Vizcarra
Revista ESPEJO
México

Periodista en Sinaloa, México. Escribe para Revista ESPEJO y colaboró para Reforma y la AFP. Le gustan las novelas cortas, el pan dulce, el café, las plantas, las guayabas rosas y ver a sus plebes jugar. Creció en un barrio al sur de Culiacán, viendo a sus amigos migrar, otros hacer familia y a unos más pagar por hacer mal. Está feliz de estar vivo.

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