
Salí de la prisión de Medellín con una carta entre manos y la misión de hacerla llegar a una mujer en el norte de Colombia. No pude enviarla por correo postal porque me pedían la nomenclatura del hogar y un número telefónico. La remitente perdió el contacto con su madre desde su captura.
Dina me contó que su casa natal no tenía electricidad, que la comunicación con su familia dependía de un celular. Supuso que se dañó y que no hubo cómo mandarlo a reparar. En un aula de la prisión me habló rápido y con desespero. Tenía una carta atragantada que no podía escribir. Me ofrecí para escribir esas letras que tuviera en la cabeza, en el corazón, en la punta de la lengua, en el puño de la mano. Tomé nota de su voz. Sus palabras salieron juntas, pegadas, con desasosiego, como si llevara mucho tiempo sin pronunciarlas.
A Dina la recuerdo alta y grande, con las cejas gruesas, el pelo negro recogido con una moña. Se notaba con fuerza en los brazos y en la mirada. Tenía un par de cicatrices, una en la mejilla y otra en el corazón que me mostró en medio de una conversación. Vestía el uniforme color caqui que le obligan a llevar puesto en el penal a una persona condenada.
Aunque no tenía las coordenadas exactas, me dio el nombre del pueblo donde debía encontrar a la destinataria y algunas pistas. Nos separaban más de 470 kilómetros de distancia, más de once horas por carretera desde Medellín.
Esa correspondencia que me dictó la lanzó como una botellita en mar abierto. Quedó con una pizca de esperanza, pero consciente de las imposibilidades de una entrega. Era una verdadera carta de larga distancia. Recordé una frase que leí en un epistolario del escritor Franz Kafka:
“Y nada más triste que enviar una carta a una dirección dudosa, ya no es una carta, más bien es un suspiro”.
Aunque yo no era la remitente, había algo mío entre líneas. Su historia atravesó mi cuerpo. Intuí que esta misiva nunca llegaría, si no iba personalmente. Se convertiría en un suspiro, en un impulso fallido. Tenía que cerciorarme de que llegara a buen puerto porque conocía el adentro. Por eso, armé mi maleta y salí de casa con el anhelo de poder llevar y traer señales de vida.
***
Tengo tanto por preguntarle, por contarle. Llevo mucho sin saber de usted. La última vez fue cuando estábamos hablando y yo escuché un ruido.
Me imagino que el niño dejó caer el celular y que se dañó porque desde entonces no sé nada de nada. Nadie me contesta y tampoco recibo llamadas.
No se imagina la angustia que siento. Es demasiada incertidumbre para mí sola, sin saber cómo comunicarme con usted”.
Después de varias horas de camino, de dejar atrás las montañas, los bostezos y el abrigo, arribé a una ciénaga. Contaba con el nombre del barrio, el número de una calle. Tenía un par de indicaciones: “cerca de una estación de gasolina”, “la casa es de palitos y el techo de lata”.
Llegué a la hora de la siesta. Después del almuerzo, debajo de un sol agudo y atento. Las motos pululaban, ninguna persona usaba casco. No era costumbre en esta tierra caliente, húmeda, recóndita. Compré la prensa local. El informativo del pueblo tenía en la portada las fotografías de un par de víctimas. Una recibió un disparo, otra perdió la vida en un accidente de tránsito.
Puse el nombre del barrio en una aplicación del celular. Llegué a la cima de un puente con las mejillas sudorosas. Contemplé un río turbio. Tenía la textura de la nata, cómo si fuera un café en leche oscuro con cierto caudal.
La corriente llevaba unos pedazos verdes, unas orillas andariegas en las que garzas blancas reposaban del vuelo. Una mototaxista me enseñó una palabra costeña, común entre pescadores y ribereños. Ese desgarre de tierra no era maleza, era una planta ambulante con nombre propio llamada tarulla.
En el mapa aparecía como si el barrio estuviera debajo del río, como si hubiera que buscarlo en la profundidad. Pensé en el término anfibio, en esas otras formas de la vida atravesadas por el agua. En la resistencia y en el peligro. Por un instante recordé mitos y leyendas del Caribe, relatos de seres fantásticos y fluviales, mitad humanos, mitad animales, a veces con cuerpo de caimán; otras, con caparazón de hicotea. Volví a la realidad. Cambié el destino.

***
Puse el nombre de la estación de gasolina que Dina me dio de referencia. Allí pregunté por el barrio y me dieron algunas recomendaciones. Me sirvieron hasta que el camino se dividió en tres. Tomé la primera partida a la derecha.
—¿Cuál es el número de esta calle? —le pregunté a una mujer en la esquina. La señora se encogió de hombros. No conocía su dirección. Seguí el camino. La mayoría de viviendas eran de madera. Unas con tejas de zinc, otras con paja.
—¿De pronto conocen a una señora llamada Edilma? —interrumpí el juego de unos niños. Me respondieron alzando las cejas y moviendo el rostro de derecha a izquierda. Continué la marcha.
—¿Cuál es la calle 26?
—¡Esa calle está ahogada! —exclamó un señor desde una mecedora. Las vías no tenían pavimento. Estaban repletas de pantano, huecos, grietas. Una calle ahogada era un camino inundado, intransitable, inhumano.
—Buenas, ¿de pronto sabe dónde vive la mamá de una mujer llamada Dina? —indagué en un granero.
—Nada —dijo una joven mientras colgaba un racimo de plátanos verdes.
Ni con el número de la calle, ni con el nombre de la madre ni con el de la hija. Me sentía en un laberinto sofocante. La temperatura y la impotencia subían. El sudor y la esperanza bajaban.
—¿Sabe dónde vive la familia Ricardo? —intenté con el apellido de la mamá.
—¿Ricardo?, ¿uno gordo?
—No, me refiero a la familia Ricardo, a doña Edilma Ricardo.
—Ah… yo no sé doña —contestó confundido un señor.
Un camión repartidor de gaseosas estaba estacionado en una esquina.
—¿Dónde estamos? ¿Cuál es esta dirección? —tampoco recibí respuesta. Me advirtieron que simplemente iban de tienda en tienda.
En cada cuadra sonaba un acordeón o un bajo estridente. Sin embargo, la banda sonora de esta búsqueda no era un vallenato ni una champeta, era más bien un bullerengue, una tambora como un pálpito acelerado, un grito, un lamento, un llamado sin respuesta. Sabía que era un caso difícil.
“¿Sí la pudieron operar?, ¿qué le han dicho del cáncer? Me da hasta susto preguntar y no tener ninguna respuesta. ¿A qué número puedo llamarla?, ¿dónde puedo encontrarla?”.
Era posible que la señora Edilma estuviera muerta. Por un momento pensé en visitar el cementerio del pueblo. De pronto allí tendría más información. Buscaría una lápida, un epitafio, una fecha, su nombre, algún dato para traer de vuelta.
Pero no. Me resistí a creer en ese final. No me imaginaba volviendo a la prisión con malas nuevas, pero tampoco con las manos vacías. El tiempo corría y el sol empezaba a esconderse. Aún quedaba luz para seguir buscando. Una señora me indicó cómo volver a la estación de gasolina para empezar de nuevo.

***
Llegué al punto en el que el camino se trifurcaba. Ya me había perdido por la derecha, también por la izquierda. Esta vez me metí por el centro. Pasé por una cancha de fútbol que se convirtió en un potrero. Las vacas y los terneros podaban el pasto. Un matorral crecía alrededor de un arco oxidado por el que alguna vez atravesaron goles. Se notaba el abandono, el olvido, la ausencia del Estado.
—Estoy buscando a una mujer —le comenté a un hombre sin camisa y con sombrero vueltiao.
—¿A quién busca?
—A Edilma.
—¿Una señora de edad?
Titubeé, no sabía exactamente cuántos años tenía, pero asentí.
—En la esquina. Creo que es esa —me señaló al fondo.
Era el primer acierto en más de una hora. Suspiré. Pensé: “¡Ay, ojalá que sí!”. Pero la calle era larga y no precisé en cuál de todas las esquinas.
—¿Edilma?
—Ajá —insistí a una señora en el primer cruce que encontré.
—¡Allá! —contestó.
—¡No le vaya a dar muchos tiros! —dijo un vecino entre risas—. Dele cuatro apenas…
Yo tragué en seco. Sentí susto, me puse tensa, se me desdibujó la sonrisa. Algo de realidad tendría esa charla. Advertí el peligro. Era una alusión al sicariato.
“¿Qué tan cotidiano es que alguien busque a otra persona para quitarle la vida?”, “¿será por eso que no doy con su paradero?”, “¿la estarán protegiendo?, “¿represento una amenaza?”, me cuestionaba.
Para salir de esa bruma de mal agüero, pensé en Dina, en su carta, en su acento costeño:
“Yo tengo la moral muy bajita, mamá. Acá estoy pagando todo lo malo que hice. Todos los consejos que no escuché.
Le cuento que mi exmarido me dejó tirada. Nadie me visita. No me llama nadie. No tengo a nadie que me diga ‘te estoy esperando’ o ‘te quiero mucho’.
Me siento sola”.
—¿Sabe cuál es la casa de la señora Edilma? —pregunté en una de las cuatro casas que bordeaban la intersección de una calle y una carrera. La persona no respondió con su voz, pero sí me señaló con la mirada hacia el frente.
Se me aceleraron los pálpitos. Me acerqué a un alambrado de púas. Los tenis se me hundieron en un fango. Con un tropiezo espanté a un gallo de color carmín que deambulaba por la entrada. El techo era metálico con rocas encima, había una ventana de madera junto a una puerta abierta.
—¡Buenas! —hablé con volumen mientras cruzaba una cerca.
“Que sí sea, que sí sea”, repetía como una oración, un mantra, un deseo intenso en voz baja. De repente, apareció una señora de cabellera blanca y pecas en los pómulos, calzaba un par de chanclas y lucía un vestido color lila.
—¡Buenas doñita! —me saludó la dama con dulzura.
—Estoy buscando a la señora Edilma —anuncié con ilusión.
—¡Heme aquí! —respondió con asombro y yo solté una carcajada y suspiré.
—¿Es usted? —insistí aún sin creérmelo, atónita, feliz.
—¡Sí! —dijo curiosa y me quise derretir en ese instante para abrazar la tierra, contuve las ganas de gritar una historia, de reconstruir un camino, de nombrar a la remitente, de tomar sus manos, de leer de corrido. Me callé. Debía dosificar la información, pero sobre todo la emoción.
—Mucho gusto, mi nombre es Carolina —le dije con una risita nerviosa, ella estiró su mano derecha y yo la correspondí—. Tuve la oportunidad de conocer a su hija.
—¿A Dina? —cuestionó y frunció el ceño. Su rostro pasó de la curiosidad al temor.
—Sí.
—Cuénteme… —replicó mientras inhalaba y exhalaba por la boca como si necesitara aire para amortiguar una mala noticia.
—Pero no se asuste. Tranquila —le sugerí y busqué la correspondencia para atraer su calma—. Ella le mandó esta carta de amor —le mostré el sobre de bordecitos azules y rojos que contenía las palabras de su hija.
—¡Tanto pedir una señal de mi hija! ¡Gracias! —exclamó mirando hacia el cielo.

***
Pensé en una paradoja, en el periodismo. Ese que ejercí en una sala de redacción. Recordé las instrucciones de los editores, las ansias de primicia, la intención de dar golpes de opinión, el afán del día a día, la presunción de objetividad, la ambición por ser masivo, el ánimo de lucro.
Esta historia era otra cosa. El propósito estaba en lo íntimo, lo personal, lo privado. Confirmaba que este oficio servía para algo más. Me bastaba con que esa carta atravesara rejas y fronteras, que llegara a un lugar en el que solo es noticia la muerte, que saliera de una persona a otra, que esas letras permitieran reportar la ausencia, remendar un lazo roto, volver a unir a una madre y a una hija. Se vale un periodismo al servicio del amor.
La señora Edilma entró a la casa, sacó un par de sillas, una blanca y otra verde oscura, me invitó a tomar asiento. Quedamos frente a frente.
—¿Pero ella está en la cárcel?
—Yo la conocí adentro —respondí.
—¿Cuándo sale?
—No sé. Pero no creo que falte mucho porque está juiciosa. Está aprendiendo muchas cosas. Yo escribo cartas de amor por encargo. Le ofrecí la posibilidad y ella me habló de usted, estaba muy angustiada, me dijo que estaban incomunicadas.
—Yo sé que debe estar preocupadísima, esa pelada me quiere mucho. Y yo que ahora mismo no tengo teléfono… ¿Y ella tampoco tiene?
—No, pero hay un número del establecimiento al que se le puede marcar. Está anotado en la carta. ¿Quiere que se la lea?
—Sí, por favor. Tengo la vista opaca. Usted sabe que uno viejo está más descompletado…
Abrí el sobre, saqué una página y la empecé a leer. Desde que escuchó la primera línea sus mejillas se expandieron, dejó salir una sonrisa. Reconoció a Dina en esa expresión como si fuera un santo y seña:
“Hola, mita”.
La madre escuchaba las palabras de Dina e interrumpía cuando quería responder alguna pregunta o acotar algo. En ese diálogo con la ausencia que propone la carta, Dina, después de mucho tiempo, se hizo presente:
“¿Qué ha pasado con la enfermedad?”.
—Bueno, estoy baja de peso, pero bien, a veces las quimios me hacen botar sangre, el doctor me mandó dos pastillas blancas. Pero tengo fortaleza, yo soy una mujer fuerte…
Cuando había un silencio mutuo, retomaba la lectura:
“En el patio a nadie le importa la vida de la otra. Tengo conocidas, compañeras de celda, pero amigas no. ¿Amiga? Usted que me acompañó siempre, en las buenas y en las malas. Que nunca me dejó sola, aunque estuviera equivocada. Que me ayudó en todo, que me dio la mano hasta en la cesárea. Nunca tendré con qué pagarle lo buena que fue conmigo. Yo fui la que se desvió, la que se perdió”.
—Mi hija era buena conmigo, era pendiente, me mandaba plata para que yo hiciera comidita buena. Yo le daba consejos. Le decía: “Yo tengo más experiencia porque yo estoy vieja. Ya yo conozco el mundo. ¿Por qué no me coges los consejos mi amor? Cuidado con una mala hora. Veme, ¿qué madre quiere ver a su hija perdida?, ¡ninguna!”.
Después de una pausa, continué en voz alta:
“La pienso todo el día y estoy haciendo cosas buenas por mí. Estoy estudiando: me siento todas las tardes en un pupitre, miro el tablero, le pongo atención a la profesora, alzo la mano cuando tengo preguntas; estoy aprendiendo a leer y a escribir. Voy a salir enderezada, a trabajar juiciosa cuando vuelva a mi tierra. Quiero ser mejor que la persona que entró a esta prisión. No olvide, mamá, que usted es mi botín, mi tesoro, mi amiga.
La quiero”.
—¡Hija linda! Qué detalle tan lindo, es una señal hermosa —exclamó con la voz entrecortada y contenta—. Hoy vino mi nieto por la mañana y me dijo que había soñado con Dina, que vino sin bolso y sin nada, y yo le dije: “eso es una señal, algo bueno tengo que saber de mi hija”. Y vea…
Me sobrecogí. Me parecía inverosímil todo. Increíble pero real. No sé si el gremio de carteros en épocas remotas experimentaba esta emoción tan grata. No creo, la mayoría desconocía el contenido de los sobres. Yo sí. Me lo sabía casi de memoria. Era consciente de la urgencia, de la distancia, del amor.
—¿Cómo la vio? —indagó.
—Yo la vi con energía.
—¿Sí?
—Aunque estaba muy preocupada, la noté con ánimos, con ganas de salir adelante, optimista. Las compañeras del salón me contaban que es muy emprendedora, que vende cositas en la tienda del patio: gaseosas, mecato, útiles de aseo. Ella se las arregla allá para sobrevivir.
—¿No me mandó fotos, ni nada?
—Allá no se puede tomar fotografías. Pero…créame, yo la vi fuerte.
—¿Usted se va para Medellín cuándo?
—Ahorita. ¿Por qué?
—¿Está de carrera?
—No.
—¡Ay hombe! ¿Cómo hago yo para mandarle una carta? —me preguntó y yo quise remedarla con cariño: “¡Heme aquí doñita!”.
—¿Me puedes hacer esa carta? ¿Ahora o de una vez? ¿Tienes con qué escribir?
Saqué mi libreta, mi lapicero y puse manos a la obra.
—¿Qué quisiera decirle doña Edilma? —lancé la primera pregunta y empezó a pronunciarla como si se la supiera de memoria.
“Querida hija:
Te quiero mucho. Siempre te querré mientras esté viva.
No creas tú que te he olvidado. No te he olvidado ni un instante hija linda (…)”.
Entonó varios párrafos con pausas, acentos, intenciones como si los hubiera repasado cada noche y cada día. Al final, hasta me dictó la firma. Antes de despedirnos, me empacó una fotografía, el número del celular del nieto al que podría llamarla y me estampó un abrazo que me acompañó durante todo el regreso.
Cogí carretera. Minutos después empezó a llover, salió un arcoíris en medio del paisaje. A la salida del pueblo vi, a mano izquierda, cruces, lápidas, bóvedas, muros blancos. Era el cementerio. Lo miré de reojo y sentí cierto alivio de poder pasar de largo, de no tener que entrar, de llevar conmigo de vuelta señales de vida.

***
No veía la hora de volver a la prisión a entregarle a Dina los encargos de su madre. Mientras gestionaba el permiso de ingreso, intenté llamarla al número del establecimiento para darle la buena nueva, digité el número de la reseña, que es la identificación de las personas privadas de la libertad en el interior. Después de escuchar voces pregrabadas, presionar teclas, esperar en la línea, la llamada se caía, se colgaba, se perdía.
Un par de semanas después obtuve la firma y el sello que me autorizaba la entrada hasta la estructura de mujeres. También, el trámite para que Dina pudiera desplazarse, salir del pabellón y llegar a mi encuentro en la biblioteca de la escuela.
Presagié un reencuentro feliz cuando le contara que hallé a su madre viva. Cuando le mostrara la fotografía. Cuando le leyera la respuesta, cuando le entregara el número para marcarle, cuando por fin pudiera escuchar su voz del otro lado de la bocina.
Sentía ansias mientras me requisaban mi ropa. Un poco de nervios cuando pasaba los controles de seguridad. Le mostré el papel a la dragoneante que hacía las veces de portera. Llamó al patio para solicitar la presencia de Dina en la institución educativa. Mientras venía, abrí mi carpeta y repasé los recuerdos, la imagen, las letras, el expediente epistolar.
No aparecía Dina. Le insistí a la guardiana. Volvió a llamar. Continuó la espera. Me parecía raro que no acudiera. Me imaginé que de pronto estaría ocupada en el expendio, la tienda del patio. Contemplé la posibilidad de que estuviera enferma en el hospital o aislada en una celda de castigo.
Se terminó la jornada de la mañana y no llegó. Me tocó salir a las 11:30 a. m. porque es el momento del almuerzo. El reglamento me permitía volver a entrar dos horas más tarde. Esperé, volví a cruzar puertas, túneles, escalas, requisas. La funcionaria marcó al patio de Dina y me advirtió que no le daban respuesta. Me pidió que fuera personalmente. Llegué a la portería y le pregunté a la guardiana.
—Ella no está —me respondió.
—¿Dónde está? —indagué especulando la opción de que la hubieran trasladado a otro reclusorio del país.
—De baja.
—¿Cómo así? —exclamé boquiabierta, me remití a la jerga militar e imaginé lo peor.
—Le llegó la libertad.
Abrí los ojos, empuñé las manos y respiré. Desconocía esa expresión penitenciaria. Sentí algo extraño, una revoltura. Por un lado, alegría de que Dina recuperara la libertad. Pero, por otro, desazón, por la madre. Porque ese propósito de juntarlas se desbarató. Llegué a destiempo. Tarde. Muy tarde. No podía ser. No podía creer.
No sé si el gremio de carteros en épocas remotas experimentaba esta frustración. Lo dudo. No conocían el interior. Yo sí. Era consciente de la impotencia, desilusión, tristeza que causaría en la madre cuando le informara que no fue posible la entrega. “¿Cómo le digo a la mamá? ¿Qué hago con la foto, la carta, el número?”.
Regresé a la escuela a buscar algún dato de Dina. Encontré a dos compañeras de patio y una de celda. Me contaron que salió unas semanas antes. Que un día, de la nada, le otorgaron la libertad condicional. Que la vieron salir contenta.
Cuando les compartí que traía razones de la madre, una agachó la cabeza, otra se puso una mano en la frente, la última dijo con lágrimas en la mirada: “No había día en el que Dina no intentara llamarla”. Qué mala suerte no coincidir.
—¿Dejó algún número de contacto?
—No.
—¿Alguna dirección?
—Tampoco.
—¿En dónde la busco? ¿Cómo la encuentro?
Las tres se encogieron de hombros. Movieron su rostro horizontalmente con desesperanza. Solo una agregó: “Búsquela en el Centro”.
Esa frase me retumbó, parecía un chiste, pero la dijo en serio. Suspiré y aplaqué el pesimismo que me rondaba: “¡Pero si el Centro es inmenso!”, “es como encontrar una aguja en un pajar”, “imposible coincidir a la misma hora, en el mismo lugar”.
—¿En qué parte del Centro? —repliqué con escepticismo.
—En los bajos del metro, en el Parque de Botero, en la Plaza de las Luces, en los inquilinatos de Prado, por ahí…
Salí de la cárcel abatida, con sentimientos enmarañados: “Dina estaba sola en el mundo, si no tenía ni los pasajes, ¿a dónde se fue?, ¿qué hizo cuando cruzó la última reja?, ¿alguien le habrá dado la mano?, ¿cómo fue su primera noche afuera?”.
Me sonó el celular. Era un número desconocido.
—Aló.
—¡Buenas doñita!
—¿Cómo está doña Edilma? —disimulé el desánimo.
—¡Cuénteme!, ¿qué ha sabido de mi muchacha?
Cerré los ojos y suspiré. Me tocó decirle la verdad. Que no la encontré y que no logré entregar nada. Le pedí que siguiéramos en contacto. Podría pasar que un día cualquiera Dina llegara al pueblo y le tocara la puerta de la casa. ¡Ojalá! Sonó muy optimista de mi parte.
Le advertí que tenía algunas pistas, no muy exactas, que no sería fácil encontrarla en Medellín, capital de montañas, ciudad de primaveras, valle de lágrimas, territorio de paradojas eternas. Pero lo intentaría. Esa otra búsqueda de una señal de vida apenas iba a comenzar.

Créditos
Fotografías: Carolina Calle Vallejo y Jacqueline Gutiérrez

Carolina Calle Vallejo
Freelance
Colombia
Contadora de historias de amor. Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar (2019) por la crónica Sí, acepto. Periodista infiltrada en Cartas a la Carta, una agencia de periodismo al servicio del amor. Publicó el epistolario de cárcel, Cartas de puño y reja, la novela gráfica de no ficción, El viaje del hincha y un pasaporte de crónicas, Estación Cárcel.