Atravesar el horror (y contarlo)

Por Melisa Trad Malmod

Las marcas que dejó la dictadura en los cuerpos de los varones

Las marcas que dejó la dictadura en los cuerpos de los varones

Pasaron casi cinco décadas desde la noche en que un grupo de policías secuestró a Eugenio Paris. Hoy, a sus 70 años se atreve a hablar abiertamente de lo que durante décadas fue un tabú en la Argentina: las violaciones sufridas por los varones durante la dictadura. En esta crónica, Melisa Trad reconstruye la historia de los sobrevivientes y de quienes los acompañaron y abre el debate sobre las razones ocultas de un silencio que duró décadas.

*Este artículo contiene descripciones explícitas de violencia, incluyendo violencia sexual, que pueden resultar perturbadoras.

—Me costó reconocer que fui violado. 

Eugenio Paris habla sin prisa. Su voz no se quiebra ni siquiera en los momentos más difíciles. Cada palabra que elige ocupa un lugar preciso, las ha ido masticando durante décadas.

Pasaron 48 años desde que un grupo de  hombres lo empujó, encapuchado y maniatado, al interior de un Peugeot 504. Eugenio vivió los siete años que duró la dictadura en distintos centros de detención. Vio a muchos entrar y nunca salir. 

Hoy tiene 70 años. A su historia la contó mil veces: cuando lo liberaron días antes de que asumiera el presidente Alfonsín, cuando testificó en los juicios, cada vez que hace de guía en el Espacio para la Memoria de Mendoza, donde funcionó el centro clandestino en el que estuvo detenido. Ha hablado de los días que pasó vendado; de su celda de 80 cm por 120 que, al tener una claraboya, le daba el “privilegio” de saber si era de día o de noche.

No todo lo que hoy cuenta le resultó fácil de compartir. Hace una pausa y toma aire, pero no cambia de tono:

—Me daba mucha vergüenza admitir que fui violado. Porque toda tu infancia, toda tu adolescencia está ese lenguaje del macho en el barrio: ‘Yo me la banco, loco. Yo acá la pongo y a mí no me la pone nadie’. Y de repente que te pase una cosa de estas…

En Argentina se ha discutido sobre la violencia sexual hacia las mujeres durante la dictadura cívico-militar pero hay una historia de la que aun hoy nos cuesta hablar: la de los varones que también fueron abusados sexualmente durante su cautiverio.

Desde Mendoza, Eugenio Paris se anima a ponerle las palabras exactas a eso que ocurrió en el marco de la represión estatal. Dice que eso fue lo que lo ayudó a “sanar”.

Un pibe común 

Eugenio era, según sus propias palabras, “un pibe común, un pibe de barrio”. Nació y se crió en la ciudad de Mendoza. Su papá era carpintero y su familia “no tenía para tirar manteca al techo”, dice Eugenio. Mientras cursaba 3° año de medicina en la Universidad Nacional de Cuyo consiguió trabajo como cajero en la cervecería Bull & Bush. Allí había empezado a militar dentro de la Juventud Guevarista.

El 13 de mayo de 1976, un mes y medio después de que las Fuerzas Armadas derrocaran al gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón y la dictadura impusiera el estado de sitio, a Eugenio lo fueron a buscar a su casa, pero no lo encontraron. 

—Los atan a mis viejos y a mi hermana de 16 años la meten en el baño. No sé si le pegan. Se roban todo lo que pueden.

Ese día él había salido de cursar Anatomía Patológica y alrededor de las 8 de la noche fue a la cervecería en la que trabajaba. A las once y media ya esperaba la hora de irse.

—La caja es como un panóptico porque mirás todo desde ahí. Veo ingresar tres tipos raros. Son raros, son distintos. Están todos vestidos de negro con gorrita. Uno tiene una barba postiza o algo así. Entran tapándose la cara. Me doy cuenta de que son canas.

Uno de los hombres lo empuja con un arma: “Perdiste, hijo de puta. Vamos”.

Las medias que lavó mamá

Eugenio no tuvo tiempo de explorar el calabozo. Lo tiraron al piso y a los pocos segundos la puerta volvió a abrirse. Dice que, aun encapuchado, sabía que estaba en el D2, el Departamento de Informaciones de la Policía de Mendoza, porque el trayecto no había durado más de tres o cuatro minutos desde el bar.

En la sala de interrogatorios lo desnudaron.

—Sentí una mezcla de vergüenza, de angustia, de soledad. ¿Qué van a hacer conmigo? —recuerda que pensó.

Casi 50 años después, Eugenio todavía recuerda los detalles de esa habitación: el camastro de metal, el olor a pis, la cantidad de personas que albergaba. Y también lo que pensó en ese momento: la similitud que había entre el ruido de la picana y las clases de fisiología en las que estudiaban la contracción de los músculos usando ranas. 

—Y digo, ¿esto le hacíamos a las ranas? Fijate las boludeces que uno empezaba a pensar.

A su mente vuelven las carcajadas de los militares mientras lo torturaban, los golpes, las escupidas, el momento en que le pusieron un estetoscopio y una voz dijo “el corazón a este lo banca”. Luz verde para continuar con la sesión.

—Además del dolor, por la cabeza pasan un millón de cosas por segundo: ¿esto es verdad? ¿Soy yo? ¿Estoy en una película? ¿Por qué suceden estas cosas? ¿Por qué hay seres humanos que hacen esto?.

Eugenio hoy habla con naturalidad del uso de la picana en los testículos, en el ano, de la introducción de palos. Le tomó años poder hacerlo. Dice que el periodismo no siempre se anima a utilizar este tipo de lenguaje.

—Yo creo que hay que contar todo, absolutamente todo, con las palabras que se usan en la cotidianeidad de estos lugares. Creo que es necesario contar el horror de la mejor manera posible, porque el horror convive con nosotros y puede volver. 

Eugenio no sabe cuánto duró la sesión hasta que escuchó: “Llevatelo, que descanse y la próxima vez que lo traigas lo quemamos acá”. Lo que sí recuerda son los golpes que recibió por buscar a tientas las medias que había lavado su mamá y que en ese lugar eran lo único que lo conectaban a ella.

Romper el silencio

 —Lo más sanador para mí ha sido contar —dice Eugenio.

No ocurrió de un día para el otro. Reconstruir paso a paso todo lo que le pasó y ponerlo en palabras se fue convirtiendo en una necesidad.

—Yo no he querido dejar un hueco en mi vida. No quiero que queden en mi cuerpo y en mi memoria momentos oscuros que después no te dejan dormir o te pesan o te hacen mal. Hay una parte mía que no sale de ahí adentro, pero yo necesito que esa parte mía no me destruya.

Recibir ayuda psicológica y psiquiátrica lo ayudó a poder enfrentarlo.

Ana Montenegro es psicóloga e integrante del equipo de acompañamiento de testigos de los juicios de lesa humanidad. La dictadura también dejó marcas en su propia vida: se vio obligada a dejar su ciudad junto a su pequeña hija y su compañero Daniel Horacio Olivencia, militante de Montoneros, continúa hoy desaparecido. Ana ha compartido con Eugenio espacios de militancia en organismos de derechos humanos y asumió también el rol de ser su acompañante. 

—Terapéuticamente, como un tema de salud mental, hay una cuestión reparadora en la palabra, en el compañero que pudo ponerle palabras a esto —explica.

Eugenio ha tenido un rol activo en los juicios. Fue testigo de contexto en el primero que se llevó a cabo en la ciudad de Mendoza. Recuerda que en ese entonces sentía miedo de no poder expresar todo lo que tenía dentro, de olvidarse de algo o quebrarse. La idea de tener a los torturadores tan cerca era inquietante.

—Cuando pensaba en cómo hacer el hilo, digo ¿y si me da odio y le quiero pegar una piña a alguno de estos? ¿Y si me da esa angustia de tirármele encima y decirle hijo de puta dónde está la Vivi? ¿Dónde está Daniel? ¿Dónde están tantos?

Ese día habló sobre su militancia, el secuestro y cómo fue el accionar dentro del D2. Declaró durante cinco o seis horas, dice que se sintió como “desinflarse, sacarse un peso de encima”, pero no se animó a hablar de los delitos sexuales de la forma en la que lo hace hoy.

—Obviamente que ahí no conté todas las cuestiones que te estoy contando a vos. También eso ha sido un proceso. También he ido construyendo y deconstruyendo algunas cuestiones para poder hablar más sinceramente.

Ana Montenegro ha participado de muchos de estos juicios y seguido de cerca cómo la cuestión de los delitos de violencia sexual hacia los hombres ha sido gradualmente puesta sobre la mesa.

—Fue la irrupción de una verdad que estaba como sospechada, porque ¿por qué no van a hacer eso? Si han hecho todo, ¿por qué no?— se pregunta la psicóloga.

Cada vez que en un juicio un compañero logra ponerlo en palabras se genera un silencio y luego un aplauso al final de su declaración. Hay una demostración colectiva de respeto, de afecto. 

—La palabra, la construcción de un juicio a través de la palabra como único testimonio, o como el más válido, pone al relato en un lugar muy especial.

Más adelante, Eugenio asumió el rol de testigo de cargo en contra de represores en otros juicios en los que logró identificar a tres acusados. Ha hecho incluso recorridos dentro del ex D2 junto al tribunal para reconstruir todo paso a paso. Hoy sigue yendo a las audiencias: que es importante tener atrás gente que te apoya y aplaude.

El equipo de acompañamiento del que forma parte Montenegro busca sostener en ese proceso. No se trata de la clínica tradicional de consultorio, sino de explicar el mecanismo del juicio, ser una escucha, “poner el cuerpo”, dice ella. Están ahí antes, durante y después de la declaración de las víctimas. 

Qué dice la justicia

Daniel Rodríguez Infante es auxiliar fiscal en procesos y juicios por crímenes de lesa humanidad en Mendoza. Como fiscal ad hoc desde el 2012 siguió de cerca este tema en particular: su equipo entendió que lo que algunos hombres en sus testimonios describían como “abusos” eran en realidad violaciones y logró que la justicia actuara en consecuencia.

Rodríguez Infante explica que, además de empezar a diferenciar los delitos sexuales de la tortura en general, hubo dos grandes discusiones.

En primer lugar, ¿puede decirse que este tipo de crímenes fueron cometidos únicamente por los autores materiales? El Poder Judicial determinó que, si un grupo de personas es sistemáticamente violado en un centro clandestino de detención, alguien dio esa orden y es también responsable.

—Aun cuando no podamos identificar a los autores materiales, nosotros acusamos a los jefes como autores mediatos. Y para nosotros es tan violador el que estaba en la puerta de la celda y la abría para que se llevaran a la persona a la sala de tortura donde la violaban, como el que violaba, como el que picaneaba en ese contexto: todos son coautores —asegura.

El segundo debate giró en torno la definición de violación (o “acceso carnal” en términos de la justicia). Rodríguez Infante explica que en uno de los juicios hubo al menos tres hombres que declararon ser víctimas de algo más que los abusos sexuales más comunes de “manoseos, desnudez forzada, picana en los genitales”.

—Habían dicho que les habían introducido en el ano elementos contundentes: un arma, un palo, un caño, lo que fuere.

Su equipo buscó demostrar que una acción de ese tipo debía también ser considerada como una violación. Finalmente lograron una condena.

—Mientras el cuerpo de la víctima sea accedido violentamente, ya sea por un sujeto o por un objeto, la jurisprudencia argentina ya dijo que eso es violación.

Resignificar el pasado

El surgimiento del movimiento Ni Una Menos y la fuerza que cobró el feminismo en Argentina en los últimos años ayudó a Eugenio a reconocer y resignificar. 

—Es muy diferente pensar las torturas, los golpes, las violaciones, con un machismo acentuado; a pensarlo con la irrupción de los feminismos que te van transformando también a vos. Va cambiando tu forma de mirar, de mirarte a vos mismo y lo que significa la violación.

Eugenio reconoce que para los sobrevivientes de la dictadura ha sido más fácil “descargar” hablando de las violaciones sufridas por mujeres antes que hacerlo en primera persona. Pero hoy lo ve todo desde otro lugar.

—El que te viola termina más degradado que uno, porque vos no lo podés evitar. Porque ya ni siquiera te lo hacen para que contés algo, te lo hacen. Y ahí se producen esas cofradías de quién es más macho, quién pega mejor, quién la tiene más larga.

Ana Montenegro explica que la existencia de delitos de abuso sexual contra los hombres habla de una “masculinidad cerrada” de los represores.

—Esa masculinidad se juega en función de la perversión. El sujeto es manejado por su deseo de someter, objetivar y destruir, pero también poseer a una persona indefensa. En las relaciones sexuales consensuadas no existe una posesión: hay un disfrute y un acuerdo. En el sometimiento, en el vejamen, sí. 

Según la psicóloga, el torturador buscaba generar además una sensación de temor en los otros victimarios, en sus pares.

—No se respetaba la jerarquía por grados, se respetaba por crueldad —dice.

Eugenio está convencido de que el fin último de la tortura no es obtener información, sino degradar al otro. Cree que en los varones eso se lograba “feminizándolos” y también violando cerca de ellos, asegurándose de que escucharan los gritos para que eso ejerciera un “disciplinamiento del cuerpo”, se convirtiera en una forma de domesticarlos.

Dice que ya no siente vergüenza de contarlo.

—La vida es mucho más simple que ese mandato de que vos tenés que ser macho porque naciste con dos testículos. Yo siento que desacralizar algunas cuestiones me ha sanado —reflexiona Eugenio con la tranquilidad de quien ha encontrado algo de paz. 

El canto del benteveo

Al vivir cerca del parque, el canto del benteveo acompañaba siempre su camino hacia la universidad. Contra todo pronóstico, Eugenio volvió a escucharlo casi ocho años después. Pero la euforia de volver a ver la luz del sol rápidamente se “desinfló”.

—Te encontraste con un mundo que no sabías que existía. En la cárcel uno está como en un freezer, la gente afuera sigue viviendo — explica.

Eugenio volvió a casa para enterarse de que a su papá le había dado un infarto y que su familia casi no tenía para comer. Con sus sueños de ser médico truncados, no era fácil tampoco para un ex detenido incorporarse al mercado laboral.

—Esa cotidianeidad negativa te va tirando para abajo y como que te seguís hundiendo.

Eugenio recuerda muy bien cómo, cuando estaba detenido, le decían cosas como “vos vas a salir de acá tan loco -si salís-, que nadie te va a creer lo que estás contando”. Hubo mucho de realidad en eso. Al principio el resto de la sociedad no les creyó, asumió que mentían, que no tenía ningún sentido que hubiesen sido violados, que en algún momento del encierro se volvieron locos y ahora querían atención.

Aunque eso bien podría haber silenciado a las víctimas, personas como Eugenio han logrado convertir su propia experiencia en una forma de militancia. Hoy tiene la llave del ex D2 y hace nueve años que guía los recorridos en el lugar en el que fue detenido y torturado para mostrarle a otros qué, cómo y dónde pasó todo. Todos los días, lo primero que hace cuando llega es mirar las pancartas de sus compañeros, saludarlos.

—Sigo teniendo la posibilidad de hablar de ellos. Hay ahí alguien que yo amé. Eso me da fuerza para seguir tratando de contarlo y traerlos a la vida —dice él.

¿Excesos?

Casi 50 años después, cuando alguien abre una puerta cerca, Eugenio tiende a cerrar los ojos porque siente que se viene un golpe.

—La orden de la dictadura no es solamente la destrucción: es la transformación de la cultura, es buscar que tengamos otra sensibilidad y otra forma de sentirnos, que la brutalidad se nos transforme en cotidiano —asegura.

Se siente así porque se trataba, nada más ni nada menos, que de un plan sistemático. Pero, ¿era la violación, y la violación ejercida sobre el cuerpo de los varones específicamente, una práctica sistemática dentro de ese plan?

Daniel Rodríguez Infante aclara que -contrario a la “teoría de los excesos” que plantearon los acusados desde los primeros juicios-, cuando se empezaron a acumular las causas de violaciones a mujeres en todo el país, sobre todo a partir del año 2010, comenzó a tomar forma la idea de que se trataba de un fenómeno sistemático, de que había órdenes de violarlas y que eso era parte del aparato represivo.

Para el auxiliar fiscal, lo mismo rige para los varones, aunque aclara que “posiblemente haya una cuestión de grado”.

—Acá es donde entramos en la incertidumbre de si hay muchos más casos que todavía no se han animado a declarar, o si el acceso carnal es más limitado o fue una práctica en determinados centros clandestinos —explica.

Según la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad (Proculesa), hasta la fecha hay 14 sentencias en todo el país que se enfocan en agresiones sexuales contra varones durante la dictadura. Esas sentencias comprendieron hechos cometidos contra 39 víctimas.

Nunca más

Cuando estaban en los calabozos, los detenidos aprendían el nombre de los demás. En un lugar donde reinaba la deshumanización, donde la tortura le quitaba a uno el poder sobre su propio cuerpo, saber el nombre del otro significaba para esa persona dejar de ser un número, una cosa.

—Ahí adentro nos salvó el amor, la solidaridad y el humor —dice Eugenio.

Él vivió para contarlo y fue esa la responsabilidad que asumió. No todos pueden.

—Hay muchos compañeros que se murieron sin hablar. Hay muchos a los que esto les explotó adentro, los destruyó —se lamenta.

Ana Montenegro cree que, frente a un delito como el de la violación, es probable que haya habido “una suerte de pudor” o de esperar que alguien más le pusiera palabras a eso.

—Por eso es terrorismo de Estado: porque el terrorismo busca silenciar, porque te maneja el miedo —explica.

Asegura que, de hecho, la primera sensación que produce estar frente a un represor en los juicios, es justamente miedo. Por eso, en el marco del trabajo que hacen desde el equipo de acompañamiento, aún hoy hay mucha gente que no quiere declarar y ante eso “se entiende, no se condena y se sostiene”.

No se sabe exactamente cuántos hombres fueron agredidos sexualmente en el contexto de la dictadura militar argentina. Son muchos los que han denunciado haber sido sometidos a abusos sexuales y un grupo más reducido ha declarado haber sido objeto de violación. Sin embargo, no hay que perder de vista que para las mujeres también fue muy difícil poner este tema sobre la mesa.

Muchas no lo incluyeron en sus primeras declaraciones y tardaron años en ponerle palabras. Algunas sí lo habían denunciado, pero pasó mucho tiempo hasta que los juicios empezaron a darle a este tipo de delitos la entidad que hoy tienen en el marco de la historia de la represión estatal. Otras no lo contarán nunca y es ese su derecho como víctimas. ¿Por qué no pensar que algo parecido podría estar ocurriendo con los varones? ¿Están las condiciones dadas para que las víctimas puedan hablar?

Ana Montenegro considera que hay que correr la mirada y ponerla en quien comete el delito.

—¿Quién es el sujeto que puede someter y doblegar en su imaginario a tal nivel que se pierde el límite? ¿Podía volver a una vida común después de atravesar ese umbral? ¿Cómo se jugaba el deseo, la satisfacción? —se pregunta.

El pacto de silencio al que se sometieron los verdugos no nos permite responder de primera mano a estas preguntas. Quienes asisten rutinariamente a los juicios afirman que, cuando a los represores se les da la posibilidad de hablar, no lo hacen ni siquiera para clamar inocencia.

Para Eugenio el juntarse, el compartir con otros compañeros, el ir abriendo la ronda para que otros lleguen a hacer lo mismo los ayudó a salir a flote.

—Che, ¿te da vergüenza que te hayan hecho esto? Y bueno macho, qué va a hacer: nos lo hicieron. Es un monstruo, no lo podés evitar.



Melisa Trad Malmod
Freelance
Argentina

Periodista y corresponsal especializada en estudios de paz y seguridad feminista. Licenciada en Comunicación Social por la Universidad Nacional de San Juan y Master Internacional en Seguridad, Inteligencia y Estudios Estratégicos por la Universidad de Glasgow (Reino Unido), DCU (Irlanda) y Charles University (República Checa). Narrar el mundo con perspectiva de género la ha llevado a contar las historias de cientos de personas en 50 países.


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